Han sido días de reincidir en cuanto vicio me ha sido
posible: volví a estar triste, a necesitar cariño, a no responder mensajes, a
maldecir la vida. A maldecirme como era costumbre. En medio de la estrepitosa
caída de mi ánimo, también han sucedido un par de bellos descubrimientos. Nada
despreciables.
Fui a
ver Sofía y el terco, la película de Andrés Burgos. Su ópera
prima, aunque ya tuviera un corto por ahí rodando. No voy a caer en el lugar
común de decir que es una historia diferente. Es lo de menos: cada historia es
diferente. Lo hermoso, lo que me caló en el alma, fue la construcción de esa
primera obra: los detalles, la música, el silencio. La sencillez y el tiempo
que cada escena se toma. Todo lo que un autor lleva adentro y quiere entregar
en su primera película. El encanto de las montañas y el mar: dos escenarios de
una belleza entrañable. La vida: la vida con sus efímeros momentos de éxtasis,
por los cuales tiene sentido, por los que hay que saber en qué momento
apostarlo todo. Así después vuelva la rutina.
Después del encanto, vino el recuerdo. En uno de los
blogs que visito con frecuencia, la muchachita que es un par de años mayor que
yo publicó esta semana el recuento de las veces que intentó quitarse la vida.
Vaya, hay gente que pasa del dicho al hecho. Yo nunca he podido, en ninguna
circunstancia. Suelo tomarme dos y hasta tres dólex juntos para calmar dolores,
nunca con la conciencia de que una sobredosis pueda librarme de la condena como
lo hizo ella. De niña vivía en una finca con lago: un lago pequeñito y sucio,
pero que a mí siempre me pareció hermoso. Muchas veces le rogué a las aguas que
tuvieran un poder encantador y me arrastraran, que estaba visto que yo nunca
iba a poder con la vida, pero menos con la muerte. Que lo hicieran más fácil
todo y me llevaran a un lugar sin retorno. Nunca sucedió. Otras veces me
quedaba mirando el techo de mi casa o pensando en los miles de venenos que mi
papá utilizaba con el jardín: nada, el dolor, el dolor, pensaba en el dolor y
me calmaba, siempre he aborrecido el dolor. No considero justo morir con dolor.
Así que nada: la muerta me es esquiva. Pero hay gente que pasa del dicho al
hecho: vaya, esa gente vale.
Quizás lo mejor que he
podido conseguir en estos últimos meses es un amigo escritor. Porque cuando la
vida me lo arrebata por circunstancias burdas como el trabajo, yo puedo
encontrarlo en alguno de sus libros. Tenerlo cerca con el calor de su tono. Así
que hay un remedio para cuando se extraña. Pero, igual, extrañas.