Un cuento de Mario Escobar Velásquez
Libro: Con sabor a fierro y otros cuentos
No
es que no hubieran tenido anuncios. Hubo muchos. Bajaron por el río enorme,
hinchados, malflotando entre dos aguas. No es que pudiera vérselos por sí
mismos. Entre el agua lodienta eran casi invisibles. Pero así pasaban cercanos
con la orilla los anunciaba su pestilencia, que iba precediéndolos, y que se
quedaba como una mala retaguardia. Pareciera que el olor tuviera manos y que se
aferrara a los arbustos, porque cuando el viento los sacudía esos restos
podridos olían en otra vez.
Si
navegaban su muerte por la mitad del río, el mal olor se ahogaba antes de
llegar a las orillas, tan lejanas: ningún olor era tanto como para ir tan
lejos. Tampoco es que los viera, a esos: se veía al gallinazo que iba sobre
ellos, y que arrancaba trozos. Uno solo. El cuerpo de entre dos aguas no
soportaba otro peso.
En
una vez pudieron observar algo que los hizo reír grotescamente, avergonzados:
uno de los hinchados iba con su gallinazo a bordo, cercano a la orilla.
Engullía yendo hondo, el pico filiento perforando. Y de pronto hubo un silbido
de gases opresos que se escapan, y el cuerpo se hundió. El avechucho no tuvo
impulsos para elevarse y después de algunos aletazos sin resultado cayó al
agua. Lo vieron un rato, luchando. Lo último en desaparecer fue el pico, tijereteando
como queriendo asirse del aire.
—Va
a ir hasta lejos, entre dos aguas, ese negro. Sabrá Dios hasta dónde —dijo él—.
Pero el muerto va a quedarse aquí, para siempre.
—Me
dio lástima de él —dijo ella—. Queriendo agarrar el aire, que es tan delgado.
Tal vez el otro vuelva a hincharse, y se vaya.
—Si
produce más gases se escaparán por donde los que silbaron. Abajo el barro es
pegajoso, y amarra. El barro abraza con cien brazos. Un día será barro, todo
él. Recémosle mija.
—Las
cosas se calmaron en esa vega. ¿No oyó a Mariano por la radio? Él lo dijo: si
el presidente lo dijo, tiene que ser cierto. Anduvo la tropa. Mataron a muchos.
Limpiaron. Está calmado. Si se va, márquese el atado de estos dos meses. Si se
va, aquí tiene dos meses de sueldo. Siempre le ayudan.
Consultó
con la mujer, y ella dijo:
—Vámosnos,
pues. Acá usted vive como humillado. Vive triste. Acá no vive usted, sino que
está.
En
Berrío se informó: los hinchados seguían bajando. Venían de lejos. Pero si es
que tiraban a algunos cercanos, no se verían. Eso lo sabía sin necesidad de
preguntarlo. Pero no oyó decir de eso, nada, de muertos cercanos. La gente
ahora se iba quedando cortica de palabras.
Así
es que remontó en otra vez el río, él y ella y los chicos hartos de la ciudad.
Él sentía que él y el río eran una misma cosa. La mano en la palanca del timón
sentía subiendo desde las aguas ese conocimiento; él era el río, era todo ese
paisaje interminable, era las ceibas centenarias y enormes, era el aire oliendo
pasto y a amarillo. Desembarcar a la hacienda, cuando llegó, le fue como
desembarcar en sí mismo.
Uno
de los peones, que vivía a algo más de quinientos metros, cuando vio que
desembarcaba familia y corotos lo llamo aparte y le dijo:
—¿Vino
a quedarse? No me gusta nada.
Bernardo
no contexto de inmediato. Se pensó los porqués no le gustaba, y los halló:
este, cuando la pesca escaseaba, pelaba alguna novilla. De otras fincas, lejos.
Quién sabe si peló de las propias, mientras que él no estaba. Preguntó, áspero:
—¿Y
por qué?
El
otro señaló con la mano, hacia arriba como señalando el propio nacimiento del
río:
—Todo
eso está desocupado —explicó.
Bernardo
sintió frías las tripas, como si tuvieran quince días de muertas. Eso sí que
era inquietante, caray. Dijo:
—¿Por
qué no lo había dicho?
Porque
no me lo preguntó. Como están las cosas ahora, ni aún preguntándole uno
responde.
Bernardo
miró hacia él, y hacia la casita que se veía, allá en el recodo:
—¿Y
usted? Usted está.
—Sí…
Yo estoy. Pero yo soy un don
nadie. Yo no cuido fincas, ni ganados de nadie. A los que cuidan es a quienes
no quiere la gente del monte. A todos los echaron.
Preguntó
por Fabricio:
—Se
fue. Hace más de un mes.
—¿Y
Horacio?
—También.
—¿Y
Jacinto?
—Ese
se metió hondo, por las estribaciones, a buscar dos reses que tenía perdidas. Y
no ha vuelto. Hace como quince días.
—¿No
lo buscaron?
—¿Quién?
¿Quién va a buscarlo? El que se meta, de pronto encuentra otras cosas. Las que
él encontró.
—¿A
usted no le dicen nada las gentes del monte?
—Nada.
Pasan por aquí, callados. Y siguen.
Y
añadió:
—Los
que quieren que me vaya son los del ejército. Vinieron a decirnos que
desocupáramos. Que no nos querían acá. Que somos informantes.
Bernardo
quiso que fuera seguro. Lo acosó:
—No
vaya a darme informes equivocados, porque mañana he de asegurarme. No iría a
gustarme pero ni cinco que me sintiera engañado.
—No
lo engaño. Esto se volvió un problema. La gente del monte pasa. No me miran. No
me dicen nada. Saben bien sabido que lo mío es esa cuadrita de tierra. Que no
cuido una de nadie. Y por eso no les importo.
Sacó,
arrugado, un atado de cigarrillos y una caja de fósforos. Los tenía envueltos
en una hoja de bijao para que el sudor no los humedeciera, y fumaron. La tarde
era calurosa muy mucho, y, como siempre que iban a tener luna llena, las nubes
que quedaban hacia el poniente enrojecían como si las estuvieran degollando.
El
vaquero siguió:
—Pero
la tropa me jode. Ahora dormimos bien adentro, en un ranchito de vara en
tierra. Allá tenemos las hamacas y los mosquiteros. Allá cocinamos. Junto al
fogón hay siempre una olla con agua, para apagarlo cuando sentimos las
chalupas, esas que llaman picudas, en las cuales andan. El río da esa vuelta
tan grande, y sabemos que vienen desde abajo media hora antes de que pasen. Y
esperamos a que vuelvan a bajar: a veces no demoran. Suben hasta donde se les
acaba el tanque: entonces ponen el de repuesto. Pero en otras veces se quedan.
Continuó,
repitiendo:
—Bajó
un teniente un día. Nos dijo que nos fuéramos. Que contábamos de ellos a las
gentes del monte. Como si ellas nos oyeran. Y a la semana siguiente, cuando
pasaron, cada chalupa disparó las ametralladoras, esas cuatro grandes, sobre el
rancho. Pero no estábamos.
—¿Hicieron
algún daño?
—Qué
va. Polvo es lo que tuvieron las tarimas. Y huecos. Todo es varillas. Y ahora,
cada que pasan, algún soldado disparara con el fusil: ta-ta-ta. De a poquitos
van a tumbar el rancho.
Tiró
la colilla al agua, y continuó:
—¿Se
acuerda del viejito ese que vivía solo en la otra vuelta? A ese también le advirtió
el teniente que se fuera. Tampoco tenía para dónde irse. Y, como era algo
sordo, en una mañana en que estaba pescando no oyó a las picudas hasta que estaban
encimita. Esos malditos motores que tienen hacen poca bulla. Si no se oye bien
es como si no pasaran. Si abrió a correr por el mangón, caballo del miedo y
orinándose: lo supimos cuando lo recogimos, al rato. Pero le dispararon desde
las dos chalupas con esas ametralladoras que están juntas y disparan iguales.
Las balas fueron abriendo trocha por el mangón, y lo alcanzaron. Las balas
andan más que el miedo. Lo volvieron picadillo. Las dos trochas se juntaban en
él, y después se apartaban. Quedó partido, como en la mitad de una equis grande
de patas largas.
Dijo
más, por entre la boca seca y amargada:
—Ni
así me he ido. ¿Para dónde voy a irme yo, con los míos? Todo lo que tengo es
esa cuadrita de tierra. Y una atarraya. Y unos anzuelos. Y no sé sino pescar:
Bernardo
comentó:
—Yo
no le hecho nada a la gente del monte.
—Tampoco
yo, a la tropa. Pero si no lo echan a uno los unos, lo echan los otros. A veces
bajan de noche las chalupas, sin prender motores. Dicen que tienen unas cosas
para ver de noche. Será cierto, porque barren. Lo que se mueva por las orillas
se jode si bajan las picudas. El río es de ellos.
—¿Cuándo
pasaron los de a pie?
Se
veían las dudas del otro para responder. Lo dijo sin ganas:
—No
me gusta hablar de eso, por la Virgen. Pasaron antier, e iban hacia arriba.
Pueden estar lejos, o acá cerca. El que hubieran pasado hacia arriba no
significa nada. A veces los ve pasar uno en dos o en tres veces en la misma
dirección, y se pregunta dónde y cuándo se devolvieron. Esa tierra se volvió invivible,
caray. Y con lo buena que es. La tierra es de los de a pie.
A
Bernardo lo llamaron a comer. Le agradeció al otro como se agradecía por allí:
—Gracias.
Ordeñe las vacas que necesite ordeñar. Y haga queso, y gástelo. Y no pesque de
noche.
Entre
la tarde que se acababa y la noche que subía volaban las garzas sobre tapices
rojos. Habían acostado a los chicos y se sentaron en la barranca, los pies
apuntando hacia el agua cercanísima que lamía la tierra. Sus lengüetadas recias
se oían.
Hacía
días que no estaban solos, que estaban reprimidos, y en la primera oscuridad de
antes de la luna él la acostaba, desnudándole los pechos hermosos. Ella
encontró una risa con brasas, y levantándose súbita echó a correr mangón
adentro. Él la siguió, hasta alcanzarla. Jadeando la peló como a un plátano
pálido, y luego la tiró al suelo sobre las desordenadas ropas de ambos, y la
tuvo. Primero de afanes hartos, y con despaciosas gulas después: más de dos veces.
Ella tenía en la garganta cosas embrolladas, de entre giro y risa y llanto.
Como él era más pequeño, en los ratos de ternura ella le decía Chirringo. Así
lo llamó:
—Estaba
ganoso, Chirringo.
Desnuda
como el río, él todavía trepado sintiéndole los latidos que lo unía. Extendido
debajo del cielo seco y hondo con estrellas como hormigas rubias.
Acabado
el deliquio sintió algunas yerbas chuzándola. Él jadeaba todavía. La última vez
le había sido ardua. Ella le revolvó el pelo y le susurró como dándole
confites:
—Cómo
quiero a este Chirringo culicagado.
Vio
que un meteoro grande rayaba el cielo de lado a lado con tiza azul y que se desflecaba
en un chispero inmenso, como si hubiera chocado con algo. Era hermoso. Quiso
decir algo así como lo que vio, lindísimo, pero acabó callándolo. No sabría
decirlo.
Lo
sacudió de sí explicando:
—Los
chicos. Despierta alguno, y se asusta.
Él
se dejó resbalar desde ella, partiéndose, y se tendió a su lado. Encendió un
cigarrillo que fumó avorazado, y le confió:
—Lo
primero que haré mañana será ir río arriba: me dijeron que todo está solo. Si
es cierto, nos volvemos. No desempaque todavía.
—Vaya
a caballo. No le alcanza la gasolina.
—No.
Ha estado pasando esa gente. De pronto los topa uno. Usaré el motor solo de su
vida. Si la primera hacienda está sola, me vuelvo. Que me traiga el río. Y de
aquí para abajo, lo mismo: que nos lleve, sí gasté mucha. Con que haya para
atracar en Berrío. La verdad es que no me gusta nada de cómo está esto.
Se
pusieron apenas la ropa de dentro sobre los cuerpos sudados. Y se fueron,
cogidos de la mano, amarrándose los dedos. Qué vaina que eso se dañará: allá
solamente cada uno necesitaba del otro.
Le
pareció que no había dormido cuando lo despertó la voz. Preguntó:
—¿Quién?
La
voz desde afuera:
—En
la ventana de sus hijos hay uno con una granada destrabada. No tiene sino que
abrir la mano, y apartarse. Si le dispara, siempre cae la granada y estalla. No
querrá que les pase nada a los hijos, ¿verdad? Páseme la escopeta que tiene.
Con mañas. La culata para acá.
No
tuvo que mover mucho la cabeza para ver en la ventana llena de luna a la mano
entrando. Y afuera a los muchísimos, espaciados. Lo pensó un momento, y
respondió:
—Un
momento, que me visto.
Ella
se vestía también, acostada, contorsioneando para no alzarse y que la vieran
contra la pared. La noche estaba reteclara, caray.
Él
salió, la escopeta colgada en la mano, por el caño. Se la quitaron. Y el
capitoste que era la voz, le dijo:
—Le
teníamos dicho que se fuera.
—Me
había ido. Y me iba mañana, del todo.
—Un
cabeciduro, usted. No me gustan. A nadie le gustan.
Le
estaban amarrando las manos a la espalda, y lo sacaban a la llanada, cercano al
río. Allá le amarraron también los pues. El mandamás se acercó para decirle,
frío como la luna y distante:
—Se
va a ir. Y del todo.
Hizo
una seña y el verdugo se acercó con la rula. Le probaba el filo con las estrías
de la piel de los dedos. A la luz de esa lunaza se veía bien afilada. Bernardo
buscó la transacción:
—No
me mate, hombre. Déjenme ir. ¿Qué se gana con eso?
—Se
gana. Desobedientes como usted sirven de ejemplo.
Lo
otro que vio fue el suelo, oscurote, cara a él.
Sentía
cercana, y oliendo a verde, una boñiga fresca. Cercano, debajo de algún
arbusto, cantaba un grillo. Parecía mentiroso ese canto sostenido. La cuerda de
las manos lo tallaba. La de los pies no la sentía, porque de apretada lo había
entumecido. No veía al de la rula, ahora.
Creía
que era una pantomima para asustarlo, pero solo hasta que oyó el capitoste
áspero y regañoso:
—Le
dije desde la otra vez que así no. Que les pusiera debajo del cuello un apoyo.
Un pedazo de guadua. Un tronco. Algo redondo. Tampoco es para hacerlos sufrir,
carambas. Por esa falta de apoyo es que tiene que dar tantos golpes. No me
gusta.
La
voz se puso más dura. De jefazo. Sin réplica:
—Háganme
caso, o lo disciplino.
Bernardo
pensó, sintiendo los pasos que se iban: “Por Dios, que es cierto. No es para
asustarme. Y cuando ese vuelva, traerá también rabias. Mejor, Señor. Acógeme”.
Pero
hasta ahí le alcanzó la sangre fría.
Creyó
que podría rezar, y lo intentó, pero había caído en un remolino inconocido: el
cerebro no salía de las primeras palabras. Por buscar las que olvidó volví a
empezar, y es así como remoliniaba, solo diciendo y nada más: “Padre Nuestro
que estás en los cielos”. En “cielos” se atoraba, y volvía.
Sintió
los pasos que volvían, y el arrastre de algo, como el siseo de una culebra por
la hierba seca, pero enorme. Y cuando le alzaron del pelo la cabeza y sintió el
tarugo en la garganta contra el cual se asfixiaba, doliendo tanto, sintió que
se orinaba entendiendo al sordo de la vuelta. Los ojos seguían dando al suelo y
viendo lo oscuro, pero los cerró un poco antes del golpe. Después fue un
lucerío tremendo, bailando adentro de los ojos, y ningún dolor, y una nunca
antes sentida sensación que alejamiento de su cuerpo. Todavía alcanzó a oír:
—¿Vio
lo que le decía? Con uno tuvo.
No
lo creía, pensando por otros segundos. Se dijo a sí mismo: “Qué horror de
cabeza cortada”. Y después sintió que se iba-iba.
Hasta
que se fue, desaguado.
Ella,
en el corredor de la casa, cuidada muy de cerca por un diablo de carabina que
se le acercaba mucho, ella le sentía en la nuca el aliento ardiendo y en las
nalgas lo que él le raspaba en ellas, lo vio todo: cuando le amarraron a la
espalda las manos, cuando le ataron los pies, todo. Quiso ir hacia él, pero la
detuvieron los ojos con los cuales él le decía algo. Que se entrara. Quizá que
no lo viera en la mala, él que era todo orgulloso. O que se verían en el cielo.
Había
sido una mirada, así de abajo hacia tierra, pero ya él iba descendiendo porque
el verdugo lo sostenía del cuello de la camisa y pisándole con la ancha bota
los pies atados, empujaba hacia adelante. Así lo tendió.
Cuando
el machete subía, cerró los ojos, y ello el golpetazo recio y sordo, igual al
que se oye cuando una sábana grande y mojada se golpea en el estregadero. Sin
querer volvió a abrirlos, y no entendió: la cabeza estaba separada de cuerpo, a
más de un palmo del tronco, y sobre la coronilla: hacia el cielo hondo y lleno
de luna el muñón. Inmóvil, como un pedrusco. Pero el cuerpo tenía sacudones
rítmicos que iban desde el cuello trunco hasta los talones: unos pocos, que
pararon pronto.
Desenvainó
un grito, largo como una soga larga, y lo tiró hasta el llano. Metió la cabeza
entre las manos, lágrimas tantas corriéndole. Sintió que la llevaba en entre
dos a su alcoba, y que la desnudaban. Lo sentía, como sintiendo algo que no era
con ella. Se dio cuenta exacta porque le alzaban el pie para quitarle el calzón
de encaje.
Fue
como despertar de un infierno, en otro.
Vio
en su garganta el cuchillo, y vio que la tendían en su cama ancha, y vio que
los ojos del bruto que tenía el cuchillo decían que se lo clavarían si no, y
vio al dueño de los ojos que trepaba, lo sintió, el cuchillo en la mano y la
punta en su cuello, y otro abajo se le hundió en tres o cuatro veces, ganoso y
hondo. Después le sintió la descarga, caliente como de arena en toda la mitad
de su sexo humillado.
El
hombre se bajó, ojos ya no tan duros, y le entregó al otro el cuchillo. Se
ponía los pantalones mientras que trepaba el segundo. Y fue lo mismo. Lo mismo.
Lo mismo.
Conservaron
la camisa puesta, y las medias. Todos. Algunos hasta el sombrero. O eso creyó,
por siempre. Entraban con las botazas en la mano, desabrochando el pantalón, y
ponían en alguna parte el cigarrillo que fumaban. Después olía a quemado. Para
montarla solo usaron el cuchillo los dos o tres primeros. Porque después no se
resistió: ¿ya para qué?
Se
estaba inmóvil, dejándolos que hicieran, cerrados los ojos: pesos barbudos, que
subían, la acuchillaban con sus cuchillos duros, dejaban escapar adentro sus
humores acumulados, y se iban. Pero no podía cerrar las narices y los olía:
sudores de muchos días, rancios. Apilados: sobre el de antier el de ayer. En
capas. Espesos. Peores los de las bocas, que le caían con los jadeos. Olor a dientes
malos, que no usaban cepillos, ni cremas, un poco cadáver cada boca.
Después
le unió a carne frita recién, y a chicharrón de ahora, y así supo que le habían
matado también al cerdo y que lo comían. Tanto que costó subirlo a la chalupa,
amarrado, pasajero también a la muerte.
Y
entonces se puso a desear que se acabaran, que ya no más. Creyó que ya habían
pasado cincuenta. Imaginó que ya no faltarían más que dos o tres, y por eso
empezó a contarlos. Para acabar ligero con esos tres.
(Faltaban
más de los que creyó, porque llegó a numerar diez y siete. ¿Cuántos fueron,
entonces, por Dios?)
Después
estuvo sola. Como flotando. Sin lágrimas. Sin entendimientos. Un frío enorme
abajo en el sexo donde cupieron tantos.
Todo
ese semen, acaso una libra, se acababa, costroso, y enfriaba. El largo vello
púbico Se endurecía. Las caras de los muslos llenas como de un engrudo seco,
que cuando ella se movió sonó al romperse como un papel tostado.
Le
dolía la cintura.
Busco
la pantaloneta y el brasier, y no estaban. Los buscó bien: no es que estuvieran
enredados, sino que se los habían llevado. ¿Para qué? Pensó en ponerse la bata,
sola sobre el cuerpo, ¿qué más daba ahora?, pero creyó que eso pusiera desatar
otra ronda. Le dio un frío lleno de miedos y de temblores y se buscó otro juego
en la maleta. En esas estaba cuando entró, con las botas en la mano, uno de
hechos. ¿Un retardado? ¿Uno que iba a repetir, garoso? Desenvainó en otra el
grito, ahora airado, y se lo estrelló:
—Váyase,
hijoputa, Vááááááyase.
Se
fue, presiento, y dolido, y reprochosos los ojos.
Salió
el patio, como si hubieran pasado veinte años y ya estuviera vieja. Los
hombres, sentados, fumaban. Otros comían. Partido en dos, Bernardo seguía
estando. Fue, en un tambaleo, y en otro, y en otro más. Alzó esa cabeza. Le vio
los ojos turbios, algo en ellos apagado. Nunca creyó que una cabeza pesara
tanto. Se sentó en el tronco de la decapitación y besó los labios: le supieron
a hierro. Entonces acunó sobre la cabeza los brazos, y la meció.
Hubo
una orden. Vinieron y se la quitaron. Vio que caminaron hacia el río y oyó el
plaf de la caída. ¿En dónde estaba sus lágrimas, que no las encontraba? Otro
arrastró el cuerpo, tirando de los pies. Uno más fue ayudarlo. Esta vez en
salpicón fue más ruidoso. ¿En dónde se le perdieron las lágrimas? Pensaba: “Va
a quedarse ahí, para siempre. No va a flotar. El barro es pegajoso, y amarra. También
él, un día, será barro. Lo dijo él mismo, hace unos días. ¿O unos siglos? No
sabía que estaba diciéndolo de sí mismo. O tal vez lo sabía: se sabe sin saber
que se sabe”.
Esas
lágrimas que no vienen…
Se
fue a la barranca y se sentó, los pies colgando sobre el agua, como en blanco
la mente, queriendo pensar lo sumergido y lo partido. Pero no podía. Con la luz
de la luna la corriente brillaba a trozos. A veces parecía caer un grano de
luz, entero, y se iba en la corriente.
En
los meses después no pudo entenderse a sí misma: fue ver a los chicos que
seguían durmiendo, ¡siquiera!, y entonces se buscó la escoba y se puso a barrer.
Apartaba a los hombres de donde estuvieran. Dejó todo limpio. Después sacó la
trapeadora, húmeda.
De
a pocos el cielo fue yéndose de lo lechoso de la luna a lo rojizo del sol, y
los hombres recogían sus cosas en silencio, y se iban.
Una
larga hilera desordenada. Parecían, en la penumbra, una sucesión de estacones
que caminaran hacia la pequeñez. Decrecían, graduales. Pulgarcitos se los
tragaba el monte.
De
pronto no hubo ninguno.