lunes, 29 de junio de 2020

Con sabor a fierro




Un cuento de Mario Escobar Velásquez
Libro: Con sabor a fierro y otros cuentos

No es que no hubieran tenido anuncios. Hubo muchos. Bajaron por el río enorme, hinchados, malflotando entre dos aguas. No es que pudiera vérselos por sí mismos. Entre el agua lodienta eran casi invisibles. Pero así pasaban cercanos con la orilla los anunciaba su pestilencia, que iba precediéndolos, y que se quedaba como una mala retaguardia. Pareciera que el olor tuviera manos y que se aferrara a los arbustos, porque cuando el viento los sacudía esos restos podridos olían en otra vez.
Si navegaban su muerte por la mitad del río, el mal olor se ahogaba antes de llegar a las orillas, tan lejanas: ningún olor era tanto como para ir tan lejos. Tampoco es que los viera, a esos: se veía al gallinazo que iba sobre ellos, y que arrancaba trozos. Uno solo. El cuerpo de entre dos aguas no soportaba otro peso.
En una vez pudieron observar algo que los hizo reír grotescamente, avergonzados: uno de los hinchados iba con su gallinazo a bordo, cercano a la orilla. Engullía yendo hondo, el pico filiento perforando. Y de pronto hubo un silbido de gases opresos que se escapan, y el cuerpo se hundió. El avechucho no tuvo impulsos para elevarse y después de algunos aletazos sin resultado cayó al agua. Lo vieron un rato, luchando. Lo último en desaparecer fue el pico, tijereteando como queriendo asirse del aire.
—Va a ir hasta lejos, entre dos aguas, ese negro. Sabrá Dios hasta dónde —dijo él—. Pero el muerto va a quedarse aquí, para siempre.
—Me dio lástima de él —dijo ella—. Queriendo agarrar el aire, que es tan delgado. Tal vez el otro vuelva a hincharse, y se vaya.
—Si produce más gases se escaparán por donde los que silbaron. Abajo el barro es pegajoso, y amarra. El barro abraza con cien brazos. Un día será barro, todo él. Recémosle mija.
—Las cosas se calmaron en esa vega. ¿No oyó a Mariano por la radio? Él lo dijo: si el presidente lo dijo, tiene que ser cierto. Anduvo la tropa. Mataron a muchos. Limpiaron. Está calmado. Si se va, márquese el atado de estos dos meses. Si se va, aquí tiene dos meses de sueldo. Siempre le ayudan.
Consultó con la mujer, y ella dijo:
—Vámosnos, pues. Acá usted vive como humillado. Vive triste. Acá no vive usted, sino que está.
En Berrío se informó: los hinchados seguían bajando. Venían de lejos. Pero si es que tiraban a algunos cercanos, no se verían. Eso lo sabía sin necesidad de preguntarlo. Pero no oyó decir de eso, nada, de muertos cercanos. La gente ahora se iba quedando cortica de palabras.
Así es que remontó en otra vez el río, él y ella y los chicos hartos de la ciudad. Él sentía que él y el río eran una misma cosa. La mano en la palanca del timón sentía subiendo desde las aguas ese conocimiento; él era el río, era todo ese paisaje interminable, era las ceibas centenarias y enormes, era el aire oliendo pasto y a amarillo. Desembarcar a la hacienda, cuando llegó, le fue como desembarcar en sí mismo.
Uno de los peones, que vivía a algo más de quinientos metros, cuando vio que desembarcaba familia y corotos lo llamo aparte y le dijo:
—¿Vino a quedarse? No me gusta nada.
Bernardo no contexto de inmediato. Se pensó los porqués no le gustaba, y los halló: este, cuando la pesca escaseaba, pelaba alguna novilla. De otras fincas, lejos. Quién sabe si peló de las propias, mientras que él no estaba. Preguntó, áspero:
—¿Y por qué?
El otro señaló con la mano, hacia arriba como señalando el propio nacimiento del río:
—Todo eso está desocupado —explicó.
Bernardo sintió frías las tripas, como si tuvieran quince días de muertas. Eso sí que era inquietante, caray. Dijo:
—¿Por qué no lo había dicho?  
Porque no me lo preguntó. Como están las cosas ahora, ni aún preguntándole uno responde.
Bernardo miró hacia él, y hacia la casita que se veía, allá en el recodo:
—¿Y usted? Usted está.
—Sí… Yo estoy. Pero yo soy un don nadie. Yo no cuido fincas, ni ganados de nadie. A los que cuidan es a quienes no quiere la gente del monte. A todos los echaron.
Preguntó por Fabricio:
            —Se fue. Hace más de un mes.
            —¿Y Horacio?
—También.
—¿Y Jacinto?
—Ese se metió hondo, por las estribaciones, a buscar dos reses que tenía perdidas. Y no ha vuelto. Hace como quince días.
—¿No lo buscaron?
—¿Quién? ¿Quién va a buscarlo? El que se meta, de pronto encuentra otras cosas. Las que él encontró.
—¿A usted no le dicen nada las gentes del monte?
—Nada. Pasan por aquí, callados. Y siguen.
Y añadió:
—Los que quieren que me vaya son los del ejército. Vinieron a decirnos que desocupáramos. Que no nos querían acá. Que somos informantes.
Bernardo quiso que fuera seguro. Lo acosó:
—No vaya a darme informes equivocados, porque mañana he de asegurarme. No iría a gustarme pero ni cinco que me sintiera engañado.
—No lo engaño. Esto se volvió un problema. La gente del monte pasa. No me miran. No me dicen nada. Saben bien sabido que lo mío es esa cuadrita de tierra. Que no cuido una de nadie. Y por eso no les importo.
Sacó, arrugado, un atado de cigarrillos y una caja de fósforos. Los tenía envueltos en una hoja de bijao para que el sudor no los humedeciera, y fumaron. La tarde era calurosa muy mucho, y, como siempre que iban a tener luna llena, las nubes que quedaban hacia el poniente enrojecían como si las estuvieran degollando.
El vaquero siguió:
—Pero la tropa me jode. Ahora dormimos bien adentro, en un ranchito de vara en tierra. Allá tenemos las hamacas y los mosquiteros. Allá cocinamos. Junto al fogón hay siempre una olla con agua, para apagarlo cuando sentimos las chalupas, esas que llaman picudas, en las cuales andan. El río da esa vuelta tan grande, y sabemos que vienen desde abajo media hora antes de que pasen. Y esperamos a que vuelvan a bajar: a veces no demoran. Suben hasta donde se les acaba el tanque: entonces ponen el de repuesto. Pero en otras veces se quedan.
Continuó, repitiendo:
—Bajó un teniente un día. Nos dijo que nos fuéramos. Que contábamos de ellos a las gentes del monte. Como si ellas nos oyeran. Y a la semana siguiente, cuando pasaron, cada chalupa disparó las ametralladoras, esas cuatro grandes, sobre el rancho. Pero no estábamos.
—¿Hicieron algún daño?
—Qué va. Polvo es lo que tuvieron las tarimas. Y huecos. Todo es varillas. Y ahora, cada que pasan, algún soldado disparara con el fusil: ta-ta-ta. De a poquitos van a tumbar el rancho.
Tiró la colilla al agua, y continuó:
            —¿Se acuerda del viejito ese que vivía solo en la otra vuelta? A ese también le advirtió el teniente que se fuera. Tampoco tenía para dónde irse. Y, como era algo sordo, en una mañana en que estaba pescando no oyó a las picudas hasta que estaban encimita. Esos malditos motores que tienen hacen poca bulla. Si no se oye bien es como si no pasaran. Si abrió a correr por el mangón, caballo del miedo y orinándose: lo supimos cuando lo recogimos, al rato. Pero le dispararon desde las dos chalupas con esas ametralladoras que están juntas y disparan iguales. Las balas fueron abriendo trocha por el mangón, y lo alcanzaron. Las balas andan más que el miedo. Lo volvieron picadillo. Las dos trochas se juntaban en él, y después se apartaban. Quedó partido, como en la mitad de una equis grande de patas largas.
            Dijo más, por entre la boca seca y amargada:
            —Ni así me he ido. ¿Para dónde voy a irme yo, con los míos? Todo lo que tengo es esa cuadrita de tierra. Y una atarraya. Y unos anzuelos. Y no sé sino pescar:  
            Bernardo comentó:
            —Yo no le hecho nada a la gente del monte.
            —Tampoco yo, a la tropa. Pero si no lo echan a uno los unos, lo echan los otros. A veces bajan de noche las chalupas, sin prender motores. Dicen que tienen unas cosas para ver de noche. Será cierto, porque barren. Lo que se mueva por las orillas se jode si bajan las picudas. El río es de ellos.
—¿Cuándo pasaron los de a pie?
            Se veían las dudas del otro para responder. Lo dijo sin ganas:
—No me gusta hablar de eso, por la Virgen. Pasaron antier, e iban hacia arriba. Pueden estar lejos, o acá cerca. El que hubieran pasado hacia arriba no significa nada. A veces los ve pasar uno en dos o en tres veces en la misma dirección, y se pregunta dónde y cuándo se devolvieron. Esa tierra se volvió invivible, caray. Y con lo buena que es. La tierra es de los de a pie.
A Bernardo lo llamaron a comer. Le agradeció al otro como se agradecía por allí:
—Gracias. Ordeñe las vacas que necesite ordeñar. Y haga queso, y gástelo. Y no pesque de noche.
Entre la tarde que se acababa y la noche que subía volaban las garzas sobre tapices rojos. Habían acostado a los chicos y se sentaron en la barranca, los pies apuntando hacia el agua cercanísima que lamía la tierra. Sus lengüetadas recias se oían.
Hacía días que no estaban solos, que estaban reprimidos, y en la primera oscuridad de antes de la luna él la acostaba, desnudándole los pechos hermosos. Ella encontró una risa con brasas, y levantándose súbita echó a correr mangón adentro. Él la siguió, hasta alcanzarla. Jadeando la peló como a un plátano pálido, y luego la tiró al suelo sobre las desordenadas ropas de ambos, y la tuvo. Primero de afanes hartos, y con despaciosas gulas después: más de dos veces. Ella tenía en la garganta cosas embrolladas, de entre giro y risa y llanto. Como él era más pequeño, en los ratos de ternura ella le decía Chirringo. Así lo llamó:
—Estaba ganoso, Chirringo.
Desnuda como el río, él todavía trepado sintiéndole los latidos que lo unía. Extendido debajo del cielo seco y hondo con estrellas como hormigas rubias.
Acabado el deliquio sintió algunas yerbas chuzándola. Él jadeaba todavía. La última vez le había sido ardua. Ella le revolvó el pelo y le susurró como dándole confites:
—Cómo quiero a este Chirringo culicagado.
Vio que un meteoro grande rayaba el cielo de lado a lado con tiza azul y que se desflecaba en un chispero inmenso, como si hubiera chocado con algo. Era hermoso. Quiso decir algo así como lo que vio, lindísimo, pero acabó callándolo. No sabría decirlo.
Lo sacudió de sí explicando:
—Los chicos. Despierta alguno, y se asusta.
Él se dejó resbalar desde ella, partiéndose, y se tendió a su lado. Encendió un cigarrillo que fumó avorazado, y le confió:
—Lo primero que haré mañana será ir río arriba: me dijeron que todo está solo. Si es cierto, nos volvemos. No desempaque todavía.
—Vaya a caballo. No le alcanza la gasolina.
—No. Ha estado pasando esa gente. De pronto los topa uno. Usaré el motor solo de su vida. Si la primera hacienda está sola, me vuelvo. Que me traiga el río. Y de aquí para abajo, lo mismo: que nos lleve, sí gasté mucha. Con que haya para atracar en Berrío. La verdad es que no me gusta nada de cómo está esto.
Se pusieron apenas la ropa de dentro sobre los cuerpos sudados. Y se fueron, cogidos de la mano, amarrándose los dedos. Qué vaina que eso se dañará: allá solamente cada uno necesitaba del otro.
Le pareció que no había dormido cuando lo despertó la voz. Preguntó:
—¿Quién?
La voz desde afuera:
—En la ventana de sus hijos hay uno con una granada destrabada. No tiene sino que abrir la mano, y apartarse. Si le dispara, siempre cae la granada y estalla. No querrá que les pase nada a los hijos, ¿verdad? Páseme la escopeta que tiene. Con mañas. La culata para acá.
No tuvo que mover mucho la cabeza para ver en la ventana llena de luna a la mano entrando. Y afuera a los muchísimos, espaciados. Lo pensó un momento, y respondió:
—Un momento, que me visto.
Ella se vestía también, acostada, contorsioneando para no alzarse y que la vieran contra la pared. La noche estaba reteclara, caray.
Él salió, la escopeta colgada en la mano, por el caño. Se la quitaron. Y el capitoste que era la voz, le dijo:
—Le teníamos dicho que se fuera.
—Me había ido. Y me iba mañana, del todo.
—Un cabeciduro, usted. No me gustan. A nadie le gustan.
Le estaban amarrando las manos a la espalda, y lo sacaban a la llanada, cercano al río. Allá le amarraron también los pues. El mandamás se acercó para decirle, frío como la luna y distante:
—Se va a ir. Y del todo.
Hizo una seña y el verdugo se acercó con la rula. Le probaba el filo con las estrías de la piel de los dedos. A la luz de esa lunaza se veía bien afilada. Bernardo buscó la transacción:
—No me mate, hombre. Déjenme ir. ¿Qué se gana con eso?
—Se gana. Desobedientes como usted sirven de ejemplo.
Lo otro que vio fue el suelo, oscurote, cara a él.
Sentía cercana, y oliendo a verde, una boñiga fresca. Cercano, debajo de algún arbusto, cantaba un grillo. Parecía mentiroso ese canto sostenido. La cuerda de las manos lo tallaba. La de los pies no la sentía, porque de apretada lo había entumecido. No veía al de la rula, ahora.
Creía que era una pantomima para asustarlo, pero solo hasta que oyó el capitoste áspero y regañoso:
—Le dije desde la otra vez que así no. Que les pusiera debajo del cuello un apoyo. Un pedazo de guadua. Un tronco. Algo redondo. Tampoco es para hacerlos sufrir, carambas. Por esa falta de apoyo es que tiene que dar tantos golpes. No me gusta.
La voz se puso más dura. De jefazo. Sin réplica:
—Háganme caso, o lo disciplino.
Bernardo pensó, sintiendo los pasos que se iban: “Por Dios, que es cierto. No es para asustarme. Y cuando ese vuelva, traerá también rabias. Mejor, Señor. Acógeme”.
Pero hasta ahí le alcanzó la sangre fría.
Creyó que podría rezar, y lo intentó, pero había caído en un remolino inconocido: el cerebro no salía de las primeras palabras. Por buscar las que olvidó volví a empezar, y es así como remoliniaba, solo diciendo y nada más: “Padre Nuestro que estás en los cielos”. En “cielos” se atoraba, y volvía.
Sintió los pasos que volvían, y el arrastre de algo, como el siseo de una culebra por la hierba seca, pero enorme. Y cuando le alzaron del pelo la cabeza y sintió el tarugo en la garganta contra el cual se asfixiaba, doliendo tanto, sintió que se orinaba entendiendo al sordo de la vuelta. Los ojos seguían dando al suelo y viendo lo oscuro, pero los cerró un poco antes del golpe. Después fue un lucerío tremendo, bailando adentro de los ojos, y ningún dolor, y una nunca antes sentida sensación que alejamiento de su cuerpo. Todavía alcanzó a oír:
—¿Vio lo que le decía? Con uno tuvo.
No lo creía, pensando por otros segundos. Se dijo a sí mismo: “Qué horror de cabeza cortada”. Y después sintió que se iba-iba.
Hasta que se fue, desaguado.
Ella, en el corredor de la casa, cuidada muy de cerca por un diablo de carabina que se le acercaba mucho, ella le sentía en la nuca el aliento ardiendo y en las nalgas lo que él le raspaba en ellas, lo vio todo: cuando le amarraron a la espalda las manos, cuando le ataron los pies, todo. Quiso ir hacia él, pero la detuvieron los ojos con los cuales él le decía algo. Que se entrara. Quizá que no lo viera en la mala, él que era todo orgulloso. O que se verían en el cielo.
Había sido una mirada, así de abajo hacia tierra, pero ya él iba descendiendo porque el verdugo lo sostenía del cuello de la camisa y pisándole con la ancha bota los pies atados, empujaba hacia adelante. Así lo tendió.
Cuando el machete subía, cerró los ojos, y ello el golpetazo recio y sordo, igual al que se oye cuando una sábana grande y mojada se golpea en el estregadero. Sin querer volvió a abrirlos, y no entendió: la cabeza estaba separada de cuerpo, a más de un palmo del tronco, y sobre la coronilla: hacia el cielo hondo y lleno de luna el muñón. Inmóvil, como un pedrusco. Pero el cuerpo tenía sacudones rítmicos que iban desde el cuello trunco hasta los talones: unos pocos, que pararon pronto.
Desenvainó un grito, largo como una soga larga, y lo tiró hasta el llano. Metió la cabeza entre las manos, lágrimas tantas corriéndole. Sintió que la llevaba en entre dos a su alcoba, y que la desnudaban. Lo sentía, como sintiendo algo que no era con ella. Se dio cuenta exacta porque le alzaban el pie para quitarle el calzón de encaje.
Fue como despertar de un infierno, en otro.
Vio en su garganta el cuchillo, y vio que la tendían en su cama ancha, y vio que los ojos del bruto que tenía el cuchillo decían que se lo clavarían si no, y vio al dueño de los ojos que trepaba, lo sintió, el cuchillo en la mano y la punta en su cuello, y otro abajo se le hundió en tres o cuatro veces, ganoso y hondo. Después le sintió la descarga, caliente como de arena en toda la mitad de su sexo humillado.
El hombre se bajó, ojos ya no tan duros, y le entregó al otro el cuchillo. Se ponía los pantalones mientras que trepaba el segundo. Y fue lo mismo. Lo mismo. Lo mismo.
Conservaron la camisa puesta, y las medias. Todos. Algunos hasta el sombrero. O eso creyó, por siempre. Entraban con las botazas en la mano, desabrochando el pantalón, y ponían en alguna parte el cigarrillo que fumaban. Después olía a quemado. Para montarla solo usaron el cuchillo los dos o tres primeros. Porque después no se resistió: ¿ya para qué?
Se estaba inmóvil, dejándolos que hicieran, cerrados los ojos: pesos barbudos, que subían, la acuchillaban con sus cuchillos duros, dejaban escapar adentro sus humores acumulados, y se iban. Pero no podía cerrar las narices y los olía: sudores de muchos días, rancios. Apilados: sobre el de antier el de ayer. En capas. Espesos. Peores los de las bocas, que le caían con los jadeos. Olor a dientes malos, que no usaban cepillos, ni cremas, un poco cadáver cada boca.
Después le unió a carne frita recién, y a chicharrón de ahora, y así supo que le habían matado también al cerdo y que lo comían. Tanto que costó subirlo a la chalupa, amarrado, pasajero también a la muerte.
Y entonces se puso a desear que se acabaran, que ya no más. Creyó que ya habían pasado cincuenta. Imaginó que ya no faltarían más que dos o tres, y por eso empezó a contarlos. Para acabar ligero con esos tres.
(Faltaban más de los que creyó, porque llegó a numerar diez y siete. ¿Cuántos fueron, entonces, por Dios?)
Después estuvo sola. Como flotando. Sin lágrimas. Sin entendimientos. Un frío enorme abajo en el sexo donde cupieron tantos.
Todo ese semen, acaso una libra, se acababa, costroso, y enfriaba. El largo vello púbico Se endurecía. Las caras de los muslos llenas como de un engrudo seco, que cuando ella se movió sonó al romperse como un papel tostado.
Le dolía la cintura.
Busco la pantaloneta y el brasier, y no estaban. Los buscó bien: no es que estuvieran enredados, sino que se los habían llevado. ¿Para qué? Pensó en ponerse la bata, sola sobre el cuerpo, ¿qué más daba ahora?, pero creyó que eso pusiera desatar otra ronda. Le dio un frío lleno de miedos y de temblores y se buscó otro juego en la maleta. En esas estaba cuando entró, con las botas en la mano, uno de hechos. ¿Un retardado? ¿Uno que iba a repetir, garoso? Desenvainó en otra el grito, ahora airado, y se lo estrelló:
—Váyase, hijoputa, Vááááááyase.
Se fue, presiento, y dolido, y reprochosos los ojos.
Salió el patio, como si hubieran pasado veinte años y ya estuviera vieja. Los hombres, sentados, fumaban. Otros comían. Partido en dos, Bernardo seguía estando. Fue, en un tambaleo, y en otro, y en otro más. Alzó esa cabeza. Le vio los ojos turbios, algo en ellos apagado. Nunca creyó que una cabeza pesara tanto. Se sentó en el tronco de la decapitación y besó los labios: le supieron a hierro. Entonces acunó sobre la cabeza los brazos, y la meció.
Hubo una orden. Vinieron y se la quitaron. Vio que caminaron hacia el río y oyó el plaf de la caída. ¿En dónde estaba sus lágrimas, que no las encontraba? Otro arrastró el cuerpo, tirando de los pies. Uno más fue ayudarlo. Esta vez en salpicón fue más ruidoso. ¿En dónde se le perdieron las lágrimas? Pensaba: “Va a quedarse ahí, para siempre. No va a flotar. El barro es pegajoso, y amarra. También él, un día, será barro. Lo dijo él mismo, hace unos días. ¿O unos siglos? No sabía que estaba diciéndolo de sí mismo. O tal vez lo sabía: se sabe sin saber que se sabe”.
Esas lágrimas que no vienen…
Se fue a la barranca y se sentó, los pies colgando sobre el agua, como en blanco la mente, queriendo pensar lo sumergido y lo partido. Pero no podía. Con la luz de la luna la corriente brillaba a trozos. A veces parecía caer un grano de luz, entero, y se iba en la corriente.
En los meses después no pudo entenderse a sí misma: fue ver a los chicos que seguían durmiendo, ¡siquiera!, y entonces se buscó la escoba y se puso a barrer. Apartaba a los hombres de donde estuvieran. Dejó todo limpio. Después sacó la trapeadora, húmeda.
De a pocos el cielo fue yéndose de lo lechoso de la luna a lo rojizo del sol, y los hombres recogían sus cosas en silencio, y se iban.
Una larga hilera desordenada. Parecían, en la penumbra, una sucesión de estacones que caminaran hacia la pequeñez. Decrecían, graduales. Pulgarcitos se los tragaba el monte.
De pronto no hubo ninguno.   


jueves, 18 de junio de 2020

A mamá


Nací mujer. A usted, apreciado lector o lectora, le parecerá un hecho cualquiera, el cruce de unos cromosomas, un juego de azar, una vuelta más o menos de la ruleta. A mí no. Por años, los de mi infancia, ese resultado ínfimo de la genética o del destino me pareció aterrador. Ser mujer me era un castigo. Una vergüenza. Una maldición. Una derrota. Una humillación. Un dolor punzante. Vamos a resumirlo: una tragedia.

Mujer era mi madre y yo quería ser cualquier cosa —ave de mal agüero, polilla de ropa, canto rodado— menos mi madre. A la luz de aquellos ojos, los de mi infancia, mi madre tenía escasa gracia. Ocuparse de las tareas de la casa me parecía una labor ridícula y espantosa. Era bellísima, sí, pero siempre estaba un paso atrás. Yo quería ser mi padre, que hablaba de casi cualquier tema con propiedad, que salía y volvía a casa con dinero, que tomaba la última decisión en la familia. Yo quería ser como mi padre, aunque todos me vieran con la condescendencia de mi madre.

He sido afortunada, sin embargo. Estudié la carrera que quise, periodismo, y la ejerzo en un ambiente universitario que me permite ver y cuestionar. Los acosos, por ejemplo. Los piropos o los comentarios que tenés que aguantar en la calle y lo afortunada que te tenés que sentir o lo desafortunada por no ser digna de ellos. También las veces que te ignoran por ser mujer y por tanto menos inteligente, aunque sea en una universidad. Las miles de veces que te calla un hombre y te explica. Hace poco, la periodista Josefina Licitra narraba en un panel de reporteros una costumbre vieja que tiene con sus amigas. Cuando alguna de ellas se siente incapaz de una crónica, otra le dice: “A ver, dilo como un hombre”. Y al decirlo como hombre, cada una de ellas siente que sí es capaz, que puede contar el relato. Lo más aterrador de la anécdota, concluía Licitra, es que persiste en ellas.

He entendido en estos últimos años, los de mi adultez definitiva, que ser mujer no es una tragedia ni una maldición, sino un hecho político, una responsabilidad. Que mis sentimientos de derrota y dolor son una construcción que le viene muy bien al sistema capitalista, patriarcal y todavía colonial. Este sistema genera frustración y cuando te sientes todo el tiempo en la lona no tienes fuerza para pensar en tus sueños y mucho menos en los de los otros. A este sistema le conviene tu silencio. Le convienen las calles vacías. Le convienen las enemistades. Le conviene que no hayan protestas afuera y que si las hay sean no se salgan de las márgenes. Por eso yo decidí que nunca más. Nunca más iría ni calladita ni despistada. Cada decisión nuestra, sobre todo si sos mujer, sobre todo si naciste con privilegios, repercute.

Ahora estamos en un punto gratísimo de la historia. Uno que nos obliga a pensar más allá de la idea de igualar en derechos a hombres y mujeres. Uno que nos lleva a poner crisis el mundo como lo conocemos. La lucha ahora es por la defensa de la vida, la protección de los territorios, del agua, la soberanía alimentaria, la agroecología, el cooperativismo. ¿Te imaginás, mamá? Un sistema con cualidades femeninas. A los ojos de mi yo actual, las veo en vos: una mujer solidaria, inteligente, intuitiva, emocional, que nos enseñó valores como la escucha y la colaboración, quien siempre tuvo las ideas brillantes en casa. Las ideas que funcionaron, porque papá siempre ha hablado de más.

Después de los logros de la primera, segunda y tercera ola, como el acceso a la educación y al voto, el feminismo se piensa como una fuerza tan radical que puede extender su lucha hacia el circuito de la vida en general. Ya no nos interesan tanto las mujeres presidente o sacerdote, interpreto yo, aunque son pasos que hay que buscar, porque esas instituciones están podridas. La cuarta ola se propone desarrollar, entre otras cosas, un concepto más amplio de economía que pone en el centro la vida y no la producción no los mercados. Es más, a este feminismo no le importa cómo funcionan esos mercados sino cómo les va a las personas con el tipo de vida que están sosteniendo y de qué modo. Esta economía feminista incluye las labores históricamente ejecutadas por mujeres e invisibilizadas como el cuidado. Madre mía, cómo no verte ahí cuando tantas veces nos cuidaste para que regresáramos sanos y fuertes al colegio o al trabajo o a la vida. ¿Quién te pagó eso? Cómo no verte cuando se habla de economías populares, sociales y comunitarias.

Estas mujeres, sobre todo, proponen hacer de lo personal un asunto político. Ante un sistema de dominación y explotación, que todo lo privatiza, mujeres y hombres y demás sexos respondemos con prácticas de solidaridad y colaboración. Ante un sistema que nos lanza a la competitividad, al individualismo y al miedo, respondemos trabajando en equipo. No hay otra forma de resistir que la comprensión de que aquello que le pasa a una comunidad, nos pasa a todos, porque lo que está en juego es la reproducción de la vida.
El sistema contrataca, por supuesto. Arremete con el desprecio o la mofa al movimiento. Arremete con odio, sí, pero también con más condescendencia. Arremete con violencia. Nuestra tarea es resistir, vencer el miedo y lograr imaginar otras formas de vida posibles. Esta es una revolución, dice la escritora María Moreno, sin pasado y sin fracaso. La revolución feminista es una revolución con futuro. Lo hemos leído en los murales: “El futuro será feminista o no será”. El feminismo es la fuerza más interesante en el mundo de la política. Algunos la llaman hermosamente “la política de lo común”, porque recuperamos el control de nuestras vidas y de nuestros destinos sociales.
Ahora veo a mamá —recién levantada de un infarto— diciéndole a papá que el tubo de la ducha tiene arreglo. Y acierta, a pesar de lo desconfiado que es él. Es una nimiedad que me lleva a recordarla en la noche después del cateterismo resistiendo escalofríos y dolor, y también me lleva a las mañanas antes de salir para el colegio cuando me repetía una y otra vez: hay que compartir, Eliana… como si fuera la única lección que quisiera para mí. Así que sí tenés ocho o veinte o cincuenta años, naciste mujer y te odiás, o naciste hombre y esto te parece ridículo, yo te digo: ser mujer es resistencia. Un muro de contención. Un aliento. Una posibilidad. Una palabra. Un poema de esos que se escribe después de la guerra.
*Publicado en: Revista Calipigia

Elogio a los rebuscadores

No importa el sol pegajoso ni la lluvia estrepitosa. Tinterillos, fotógrafos, buhoneros, lustrabotas, tinteras y prostitutas permanecen firmes esperando el milagro de la transacción. Resisten jornadas de hasta doce horas, brincan de un lado a otro, llevan y traen clientes, devueltas y chismes, improvisan y luego repiten retahílas y chiflidos. Muchos llegaron de pueblos antioqueños, venezolanos o costeños. Aprendieron oficios de la mano de un familiar, un amigo, un buen cristiano o nada más echando ojo y lengua. Tienen su propia cadena de favores, pagos y no. Agradecen el gesto de la anciana que lanza bendiciones a su jornada, de la mujer que pasa pregonando los precios de la quincalla o del culebrero que compra a diario vasos para repartir el menjurje. Han sido expulsados de tantas calles, de tantos parques, de tantos hogares. Otros son la última generación de oficios en decadencia. Todos le deben algo a la calle, y la calle les quita tanto como les da.

Enciclopedias humanas

A la muchacha se le iluminaron los ojos como si hubiera encontrado una aparición divina o un actor de televisión. Estiró los brazos y lanzó la pregunta: 

—¿Me permites una foto?

Al hombre —canoso, de gafas y dientes amarillos— la sorpresa lo levantó de la silla rimax. Dijo que sí y la invitó a sentarse al frente de la máquina de escribir.

—No, pero contigo —reclamó ella—; ustedes son seres de inspiración. Esto no se ve en Bogotá.

—¿Cómo que no? En Bogotá hay más tinterillos que acá —intentó a explicarle el viejo—. Nosotros hacemos toda clase de asesorías comerciales y contratos de arrendamiento. Antes hacíamos cartas de amor —cambió el tono y le guiñó un ojo— pero a las muchachas ya no les gustan.

La pelada sonrió. Ensayaron posiciones para la foto. Ella se sentó en la silla y puso los dedos como ganzúas al frente del teclado.

—Haga como si estuviera escribiendo —dijo él.
—Uno, dos y…

La fotografía estuvo lista, y los turistas rolos se despidieron de mano. A las nueve de la mañana, Jhon Mario regresó a la silla y pidió la primera cerveza del día. Cuando tenía catorce años, un padrino lo llevó a trabajar como recadero de los picapleitos que ocupaban la calle del entonces Palacio Nacional, entre Ayacucho y Carabobo. Un año más tarde consiguió su propia máquina de escribir. Estudió un par de semestres Filología y Letras, completó una técnica en contabilidad, quiso ser seminarista, pagó servicio militar, incluso fue sindicalista, pero una y otra vez regresó a las calles a resolver urgencias burocráticas con una vieja Remington. A finales de los noventa, los tinterillos del centro de Medellín eran veintidós. En enero de 1996, llegaron a Calibío. Hoy no quedan más que once. 

Antes de mediodía, Jhon Mario sacó el primer aguardiente de medio litro que guarda en su cajón. En esas, hubo una minúscula ola de clientes. Un muchacho pidió una carta para entregar una vivienda. Otra mujer pagó veinte mil por una compraventa. Le explicó a una pareja de novios que un documento hecho por él, en el que cada uno renunciara a los bienes del otro, no servía de nada.

A las dos y media de la tarde, los tragos le embolataban las palabras, pero no la puntuación de las cartas y compraventas. Mencionó los libros de pistoleros que lo hicieron amanecer en vela; los de García Márquez y Julio Verne con los que imaginó mundos; las escenas eróticas de Irving Wallace. Recordó sus tropeles juveniles en Itagüí y la época, principios de los ochenta, en la que montó un sindicato de tinterillos. “Ya esta profesión no es rentable para heredar”, dijo. “La máquina es un instrumento para propagar, escribir, idear, y esas cosas no se usan”. 

Por Calibío pasaban vendedores de medias, Sim Cards para celulares, jugos de borojó. “No dejo esta calle porque con esta máquina me gano la sopa y los aguardientes. Y con qué enamorar dos veces al mes. Económicamente, no aguanta para más. Físicamente, yo tampoco”.

Al final de la tarde, hizo una defensa personal. “Tinterillo”, dijo. “Abogado sin título. Palabra castiza. Aquí lo mismo nos avergonzamos de las palabras como de las prostitutas”.

Magic city

Puso el tarro de plástico en el piso y chocó los puños con un mercachifle de gafas que cruzó por su lado, a pocos metros del Palacio. Llevaba una camisa verde esmeralda, pantalones negros de botas anchas, un corbatín rojo, zapatos amarillos y una cabeza de ratón con orejas inmensas en la cabeza. Tres mujercitas, menores de siete años, corrieron desde las escalas del metro como si visitaran Disney Word por primera vez. Atrás la madre, ocupada con carpetas y bolsas, buscaba monedas y sacaba el celular. Las niñas aguardaron la presencia de la madre, tiraron las monedas en el tarro y se lanzaron a los brazos de la botarga con fuerza. Una, dos, tres fotografías al hilo. Mickey Mouse no negó saludo esa mañana. Recibió abrazos tímidos de preadolescentes que pronto odiarán la vida, saludos de oficinistas apurados, malas caras de mamás desplatadas y desalmadas, mofas de adolescentes, también monedas que un par de vagabundos sacaron de un costal. Hasta el más llevado sonrió.

Armando Ollas

Los pelados, empleados de locales religiosos y de electrodomésticos, desocupaban latas de cerveza mecánicamente. Era lunes, tres de la tarde, pero la bebida tenía un propósito noble. “Hoy sí te montamos en latas, ¿no?”, dijo alguno y tiró el envase en una bolsa negra a sus pies.

Al costado de La Veracruz, por Boyacá, Armando “Ollas” —nombre artístico; flaco, ojos pequeñitos y rasgados, motilado militar— parecía ajeno al movimiento. Llevaba entre sus manos media vida: una remachadora con la que corta, lima, engrana hasta convertir latas de cerveza en ollas atómicas miniatura. Aprendió a hacer las ollas en una cárcel ecuatoriana. La historia es la misma de muchos nacidos en los Llanos colombianos. Primero fue soldado y gustó de la milicia. Cuando le dieron de baja, un coronel lo llevó a una cuadrilla paramilitar donde pagaban la misma plata. Después de años metido en el monte, escuchó que estaba escaso el armamento. Se fue a vivir a Guayaquil, Ecuador, y empezó a mandar armas a su país. Fue capturado.

—A dos mil, a dos mil, la ollita que quiera. Grande o mediana. La idea mía es: no me den el pescado, enséñenme a pescar —les decía a los transeúntes que se detenían.

Los presos colombianos no tenían permiso para asistir a los talleres de la Penitenciaría del Litoral. Armando cavaba huecos, escalaba paredes y se infiltraba en los talleres con tal de conseguir materiales para hacer las artesanías y venderlas en los días de visita. Nunca pensó en fugarse aunque una lata de cerveza despicada pueda cortar un barrote en tres años. Y la condena suya en Colombia, después de que fue declarado inocente en Ecuador, eran 38.  

Hace ocho meses salió, después de 23 años de encierro, cientos de días de trabajo y gracias a la visita del Papa Francisco. Salió un día a las siete de la noche, y llegó a Medellín, la tierra del fríjol. Hace ollas express, chocolateras, arroceras, licuadoras; también talla madera, teje manillas y pinta casas. Al extranjero y al abandonado a su suerte, le enseña a hacer ollas. “Pero como me ven mal vestido, las personas me dicen: huy, no, yo qué voy a aprender de usté”. Paga cincuenta pesos por cada lata que sus hermanos viciosos, como los llama, le llevan. 

—Pa, mirá, yo quiero esa Pilsen —dijo una jovencita de unos veinte años. 
—Se abre lo mismo que la olla express original —atendió Armando—. Le echamos la azúcar, la sal, la pimienta, los aliños, y la tapamos. ¿Cuánto vale? Dos mil pesitos nada más. Un detalle bien hermoso para la mamá, la novia, la hermana, la tía, la sobrina, la cuñada, la esposa y la hija.
—Lo felicito, hermano, qué buen talento —dijo el hombre y compró dos ollitas.
—Gracias, pa, por apoyar el arte. A mí me da pena, uno bien alentado y que le regalen a uno la plata; no, toca hacer algo.

Aunque los hombres lo felicitan, las mujeres son las que más compran. Armando tiene una teoría: “A las mujeres de chiquitas les regalan ollas. Llegan a grandes y cambian las ollas por la cerveza. Les mezclamos las ollas y las cervezas y eso es un boom…”. Los pelados que le tiran latas lo empezaron a molestar por la muchacha cristiana, casada, que todos los días le lleva el almuerzo. Armando cree que es por la barba, y porque ahora es un ser espiritual. Está convencido de que los viciosos son el pueblo de Dios.

Antes de las cinco de la tarde, recibió la orden de un par de policías bachilleres de recoger las ollas y desocupar la calle.

—Señor agente, usted me disculpa, pero yo no me voy a quitar —respondió con paciencia—. A mí me han aplastado las ollas más de seis veces, me han quitado la herramienta, ya dijeron que estaba loco y me dejaron acá. Si usted gusta, puede recoger las cositas y llevárselas. Yo anteriormente mataba policías, si usted quiere caer más bajo, hágale, pégueme también. Yo no me voy a mover. Yo no tengo cédula. No tengo trabajo. Mi trabajo son estas ollas. A mí me disculpa, pero si yo no trabajo no como.

Los policías, desconcertados, dieron media vuelta.

El machete 

Después de mediodía, Amanda cruzó la plaza como cualquier turista. Llevaba una bolsa blanca en la mano con varios paquetes de llaveros. Fotógrafos y sombrereros la saludaron. Fue una de las primeras en tener permiso de vender llaveros y réplicas de las esculturas de Botero, antes de las remodelaciones y las prohibiciones. Cada tanto, como un agente con una misión especial, se pasea por la plaza. Apenas atisba un grupo de turistas, ofrece pasitico: siete llaveros de Botero por diez mil. Esa tarde vendió cuatro paquetes luego de días en cero. “Un fotógrafo me dijo: ‘¿Sabe por qué vende, doña Amanda? Porque le sabe llegar al cliente con una sonrisa’, y con los dientes bien malos, oiga”. Amanda vende las réplicas con el color más bonito de la plazoleta sobre una calle destrozada, atiborrada de tráfico, por la que ningún turista pasa. Las pinta un hijo suyo. A veces se pregunta por qué Fernando Botero, el artista, hizo tan pequeñitos los brazos del Hombre vestido.

Tácticas de seducción

A las cinco y media de la tarde, del último sábado de noviembre, hombres, mujeres y niños descargaban bultos, canastas de pantalones, camisas, camisetas, tenis y, especialmente, conjuntos de ropa femenina —camisetica y minifalda— que parecen estar de moda. Otros llevaban carretas, tablas y mesas que distribuyeron por los bajos de la estación del metro.
Veinte minutos más tarde, se escuchó el primer alarido: “A veiiinticiiincooo”, gritó una matrona, de unos cuarenta años, encaramada en una mesa en unas chanclas de tacón. “A veintiiiciiiinco. Jeanes, blusas. A veiiinticinco”. De la esquina contraria, un veinteañero respondió: “Se adelantó la navidad. Tenis, tenis, son tenis. Aproveche que llegaron los de remate”. Al lado, otro muchacho se desgañitaba: “Oe, oe, oe. Velos, miralos, tenis a treinta, a treinta… Velos, mira, miraaaaa. Solo de marca, solo de mooooda…”. Y una mujer aplaudía y mostraba un par de zapatos: “Veinte, veinte, veinte”. Ofrecían cuatro pares de medias a cinco mil, camisetas a diez mil, tenis a veinte mil y treinta mil. La clave estaba en el grito, en el gesto, en el chiflido, en la inflexión que hiciera voltear el rostro del cliente. “Histeriaaaa, histeriaaaaaa, Medellín. Este es mi pueblo”, vociferó un sesentón al tiempo que saltó y sacudió una chompa.

Agazapada en una esquina, Alejandra esperaba. Antes de las ocho de la noche, los vendedores tiran camisas, calzones, brasieres, unos ajados otros casi nuevos, en exceso tocados o pasados de moda. Ella recoge lo que puede y lo lava con jabón Rey en alguna residencia. Lava y lava toda la noche y al día siguiente cambalachea. 

*Artículo para la residencia de Universo Centro y Museo de Antioquia. 

Mientras me levanto


“No quiero volverme automática.
Yo quiero que me salgan plumas nuevas”, Hebe Uhart.

La de ayer fue una de las noches más duras. Mamá nos quería sacar a la calle. Yo, como siempre, traté de entenderla. Ella estaba acostumbrada a vivir sola y ahora tiene que soportar el reguero mío y el de los niños. Anoche le pedí a Dios que me diera fortaleza: “Señor —le dije—, yo estoy aplastada, pero me voy a volver a levantar. Señor —traté de imaginar nuestro futuro—: ¿será que de tanto sufrir la felicidad mía va a ser igual de grande? ¿Será que no voy a caber en ella?

Como cuando era niña y mi abuelito llegaba a la casa después de trabajar en el cementerio. Nosotros saltábamos detrás de él y le gritábamos: papito, papito, ¿nos va a contar historias? Él nos cargaba en las piernas y nos contaba anécdotas de gente que aparecía boca abajo después de ser sepultada y cosas así que nos parecían las más aterradoras del mundo. Éramos una familia feliz. Mi papá había llegado muy joven de Puerto Boyacá a Medellín a pagar servicio militar, y conoció a mi mamá. Se enamoraron y se quedaron viviendo juntos en un ranchito que construyeron detrás de la casa de mis abuelos. Los dos eran muy trabajadores. Papá descargaba bultos en una empresa de alimentos, y mamá cuidaba el hogar. Entonces nacimos nosotros: primero yo, la única mujer, la mayor, y luego mis dos hermanos hombres.

A mí lo que más me gustaba era jugar con las vajillas, más que muñequear, y mi papá era capaz de comprarme todas las vajillas que yo quería. Tuve de todos los colores, los tamaños, y entre platos, cucharas, tenedores y tazas pasaba los días con mis primas. En ese entonces soñábamos con ser ginecobstretas o médicas forenses, porque nos interesaba tanto la vida como la muerte. Luego, en la noche, llegaba papito y nosotros saltábamos buscando cuentos de terror.

No sé si jugábamos tanto que nunca lo notamos o si las peleas y los gritos aparecieron de verdad de un día para otro. Cuando yo cumplí los ocho años, tuve conciencia de ello: papá llegaba después del trabajo a pegarle a mi mamá. Yo nunca vi nada, pero sí escuché muchas palabras. Una noche mi abuelo salió con un machete porque papá iba a matar a golpes a mamá y ahí fue cuando nos abandonó. Mamá, agobiaba y desilusionada, mandó a tumbar nuestra casa, empacó nuestras cosas y nos llevó a vivir a Puerto Boyacá. Todavía no entiendo: ella quería que nos alejáramos de mi papá, pero buscamos refugio al lado de la familia de él. Creo que secretamente quería que él nos fuera a buscar, pero papá nunca lo hizo.

A mamá le costó mucho conseguir un trabajo en ese pueblo y nuestros tíos no tenían cómo ayudarnos. Vivíamos arrimados, y sobrevivíamos a punta de plátano y papaya. A veces mamá conseguía días de trabajo en un restaurante y llegaba con comida en la noche, pero éramos seis o siete niños, contando nuestros primos, atascados en un plato. Ninguno estudiaba. Yo empezaba a ser una señorita, tenía unos nueve años, y todos hablaban del peligro que corría. Un año después, una vecina nos vio tan mal que nos regaló los pasajes de regreso.

En la terminal, mi papito y mi mamita nos estaban esperando. Ni nos reconocieron. Estábamos flaquitos, llenos de piojos y de polvo, parecíamos gitanos. Mamita lloraba y lloraba mientras nos bañaba y nos organizaba. Como papá seguía sin aparecer, mamá empezó a trabajar en casas de familia y nos instalamos en una pieza de la casa de los abuelos. Nosotros regresamos al colegio, pero yo era muy plaga y me escapaba con las amigas; me fui haciendo más y más rebelde, como cualquier adolescente, aunque también muy respetuosa de las reglas de mis abuelos. Perdí tres veces sexto, me salí de estudiar y conseguí trabajo en una fábrica de empaques. Ahí empezó mi calvario. 

A mi mamá no le importó. Nosotras nunca tuvimos una buena comunicación. Cuando tenía trece o catorce años, yo pensaba que era por la adolescencia, pero no, es algo más profundo. Dicen que las mamás siempre acogen al hijo más perdido, a la oveja negra, pero conmigo no fue así. Por esa época tuve mi primer novio, un amor chiquito, inocente, pero medio prohibido. El muchacho, como tantos de mi generación, pertenecía a un combo, y era un problema vernos porque mi papito quería educarnos a la antigua, con visitas en la sala de la casa. Las cosas estaban tan difíciles en Medellín que a un tío le pegaron varios tiros, nos tuvimos que ir a vivir a otro barrio y terminé el noviazgo con el muchacho.

Yo seguí con mi rebeldía. El mismo día de mis quince años mi mamá me pegó por el ruedo de un vestido. Mi papá apareció un par de meses antes de que lo mataran, le rogó a mi mamá que volviéramos a ser una familia, pero ella no quiso.  Ninguno de nosotros quería: él dejó unos niños y encontró unos hombres. Mis abuelos regresaron a su casa y yo me fui con ellos; mi mamá, en cambio, se quedó en la nueva casa con mis hermanos.

A Alex*, mi primer novio en serio, lo conocí por un amigo, que ya también mataron, cuando yo tenía diecisiete años. Me enamoré en serio. Él era apenas un año mayor y éramos dos jovencitos que se decían cosas lindas, que salían a comer y se querían. Sin embargo, el pelado cayó a la cárcel por homicidio y le metieron 48 años. A mí me parecía todo tan normal que no me importó, yo estaba metida en la película de amor romántico que no abandona, que perdona, que puede superar cualquier obstáculo. Iba a visitarlo cada vez que podía, hasta que mis abuelitos se enteraron y mi abuelita me pidió que me fuera de la casa.

Empaqué mis cosas en una caja de cartón y salí a la calle a las siete de la noche a llamar a mi mamá. Me dijo que yo ya estaba grandecita y podía resolver mi vida. Entonces cogí el metro y llegué sola al centro; yo, que solo sabía de la vida del barrio, que jamás había pisado esas calles. Llamé a la mamá del muchacho, a mi suegra, y le dije que estaba debajo de una estación y que no tenía adonde ir.

Esa señora fue un ángel conmigo y me recibió en su casa, pero yo me mantenía desesperada, sin trabajo, arrimada y sola. Vivía nada más para esperar las visitas de los domingos. A veces cuidaba los hijos de Paola, una vecina que me llamaba la atención por sus vestidos cortos y brillantes y su maquillaje exagerado. Una madrugada, Paola me dijo: Helena, usted tan bonita, ¿por qué no trabaja conmigo? Yo me resolví y le pregunté qué hacía y me contó.

La primera noche que me acosté con un hombre por plata lloré. Fue como conocer el mismísimo infierno; hasta ese día tuve juventud. Paola me soltó cuando llegamos al negocio, como si yo no existiera, y una muchacha me dio una paliza por quitarme unos zapatos. Salí destrozada, con el alma en pedazos. Empecé a ganar buena plata porque trabajaba mucho: de dos de la tarde a dos de la mañana. El novio mío se terminó enterando y aunque al principio hizo escándalo, tampoco le chocaba la plata que le daba. Uno enamorado es muy bobo. Yo le llevaba comida, le compraba ropa, y hasta le dejaba 60 mil pesos para que pasara cada semana. Él renegaba, pero recibía.

Visité a mis abuelos luego de algunos meses de no verlos. Me cepillé el pelo, me maquillé muy bonita, pero en los ojos se me notaba el desastre. Las mujeres que trabajamos como prostitutas por necesidad estamos rotas, consumidas y hundidas en vicios. Alcancé a inventarles que tenía un novio extranjero, que era muy feliz, pero después le llegaron los chismes a mi abuelita. Mis tíos me cuentan que ella lloró mucho aunque nunca nos dijimos nada. Yo no hubiera querido que ella sufriera. Nadie tiene la culpa del destino que uno elige, y hay que pagar un precio por cada decisión, pero yo tampoco quería el mío.

Me aficioné al licor. Los administradores de los bares me escondían las botellas porque me iba a matar de una intoxicación; menos mal no caí en ninguna droga. Cada domingo llegaba borracha donde Alex y a veces lo encontraba con otras mujeres. Lo abandonaba, me dedicaba a beber día y noche, lo buscaba, volvíamos, discutíamos y terminábamos. Me sentía sola, desilusionada, sin familia, y un día traté de quitarme la vida. Al otro día, mientras una tía me hacía las curaciones, mi mamá me echaba de su casa. A Alex lo trasladaron a una cárcel en Barranquilla y hasta allá fui a despedirme definitivamente de él.

En la cárcel conocí a Sandra, una muchacha que tenía a un novio preso en el mismo patio y trabajaba en lo mismo que yo. Nos hicimos buenas amigas y ella me ofreció posada cuando me fui de la casa de la mamá de Alex. No vivimos mucho tiempo juntas, porque Hernán salió de la cárcel y ellos se fueron a vivir juntos. Intenté vivir otra vez con mis abuelos, pero me sentía muy incómoda y me daba pena de que me vieran borracha a todas horas. Empecé a vivir en hoteles.

Para celebrar su nueva vida, Sandra me invitó a una fiesta en su casa y esa noche conocí a Cristian, un hermano de Hernán. Empezamos a salir: a los dos nos gustaba beber y bailar salsa brava y vieja. Lo único maluco es que a él le gustaba la marihuana y el perico y no solo metía sino que vendía. Pero yo, que ya había visto tantas cosas, no le paraba bolas a eso, incluso le ayudaba a llevar a otros pueblos y al mes de estar vendiendo nos cogieron. Él pagó casi dos años de cárcel y yo tres de domiciliaria. Los primeros meses de encierro me enteré de que estaba embarazada, pero el niño murió adentro mío.

Cuando Cristian salió nos fuimos a vivir juntos. Hicimos un combo chévere con Sandra y Hernán: salíamos de paseo y organizábamos grandes fiestas familiares donde bebíamos y nos queríamos. Cristian empezó a trabajar en una cigarrería y me pidió que dejara los bares. Después de dos años de noviazgo, quedé embarazada de mi hijo mayor. 

Abandonamos los hoteles y conseguimos las primeras cosas de la casa y del bebé. Cuando estábamos en las fiestas parecíamos una pareja entusiasmada ante el futuro, pero los problemas aparecían al otro día, cada vez que venían los bajonazos, después de beber o de los efectos del perico. Si en la primera pelea lo hubiera dejado esto no estaría ocurriendo, pero yo soñaba con volver a tener una familia. Esta vez mi familia.

No recuerdo la primera agresión, pero antes de tener a Pablo ya me pegaba. Esas veces yo buscaba a Hernán, que era como un papá para nosotros, y él subía y le alegaba que si no era capaz de vivir conmigo me dejara y respondiera por el bebé. Cuando el niño tenía dos años, Cristian me pegó con una tabla y me rajó la cabeza. Fue la primera vez que fui a dar el hospital porque él mismo me llevó muerto del susto. Me tuvieron que poner cinco puntos. Los médicos no me creyeron cuando les dije que me había resbalado y llamaron a la policía, pero yo seguí firme con mi versión. Aunque el barrio entero se enteraba de las peleas, yo bregaba a ocultarlas; cuando me preguntaban qué pasaba en la casa, yo, toda moreteada, decía que estábamos viendo películas de terror.  

Entonces la vida nos dio un golpe más: Hernán se mató en un accidente, y yo sentí como nunca antes miedo. Cristian y yo empezamos a beber como vacas desatadas, supongo que él para aliviar el dolor de perder a su hermano y yo para no pensar en lo que se nos venía. No nos importaba nada. Pablo creció viéndonos así: desbocados, atravesados, peleados. A veces veía que el papá me pegaba, y empezaba a reírse escandalosamente y a correr por la casa. Mucho tiempo después la psicóloga me explicó que esa era su forma de expresar el miedo que sentía. Pobre de mi niño.

En ese tiempo, a Cristian le llegó una audiencia pendiente por un hurto y volvió a la cárcel; allá, en Bellavista, quedé embarazada de nuestro segundo hijo. Sola, con un bebé en brazos y embarazada, tuve que vender nuestras pocas cosas porque no teníamos dinero. Viví mucho tiempo de la caridad de una tía que me recibió en su casa, de los pasajes que me regalaba mi abuela y de lo poquito que ganaba trabajando en casas de familia o cortando y puliendo telas; incluso algunas noches, desesperada, regresé a los bares. Miro hacia atrás y fui muy valiente, no sé cómo hice, pero sobrevivimos. Cristian conoció al niño cuando tenía nueves meses, después de pasar los últimos meses de su condena fuera de la ciudad. Apenas salió me dijo que no quería nada más conmigo porque nunca lo había visitado. ¿Cómo iba a visitarlo si no tenía ni comida para darles a mis hijos? Yo le dije que estaba bien y nos separamos un par de meses.

Pero nos seguíamos viendo, porque él decía que yo era de su propiedad. Nos volvimos a organizar y regresamos a la vida de infierno que conocíamos. Yo tenía miedo de verme sola, sin trabajo y de volver a los bares. Íbamos y veníamos. Alegábamos diario: yo le reclamaba que siguiera bebiendo y drogándose como si no fuéramos papás de dos niños ya. Sus palizas, en respuesta a mis palabras, me volvían nada. Un día me dejó privada y cuando desperté los niños estaban encima moviéndome. Y no solo eran los golpes. Me decía que era fea, que estaba vieja y nadie me iba a voltear a ver. También me decía que me iba a matar, que yo era su inodoro y que él me podía usar como quería. Decía que había brujas que le estaban haciendo daño. En esas peleas, sin quererlo y sin planearlo, tuvimos al tercer niño. Ahí empeoró todo. Ya nunca hubo un día feliz en mi casa. Me pegaba todo el tiempo. Mi mamá tenía ir a la casa y llevarse a los niños. Yo llamaba una y otra vez a la policía, pero ellos no hacían nada, incluso una vez me pusieron un comparendo por el escándalo. Me tocaba resolver los problemas como podía: lo echaba y él volvía a los días.

Cuando el niño menor tenía dos años, Alex me llamó desde la cárcel. Fue una conversación tranquila entre amigos que se desatrazan después de años de no saber nada del otro. Me preguntó por mis hijos, me contó que había salido y había vuelto a la cárcel y recordamos las peleas de cuando éramos novios. A mí todo me sonaba lejano. Fue tanta mi inocencia que le conté a Cristian. Desde ese día, cada vez que me pegaba, les gritaba a los niños que la mamá les iba a poner a un padrastro asesino, que la mamá era una puta y los iba abandonar.

No resistí más y un día, hace un año exactamente, lo dejé. Quiero creer que esta vez la separación es definitiva. Me fui a vivir con mi mamá, porque no tengo trabajo fijo. Ella me cuida los niños, y yo se lo agradezco, es una gran abuela, pero qué pesar: ella es una herida muy grande mía, solo me recuerda cosas malas. Yo hubiera querido una mamá que me abrazara y me dijera: yo estoy aquí. Y ella nunca fue esa mamá. No sé si algún día sane ese resentimiento.  

Me gustaría conseguir un empleo en confección o aprender de decoración de fiestas. Yo he sido una dura para trabajar, una guerrera; no me ha faltado sino cargar ladrillos. Sueño con terminar el bachillerato, tener una casa propia y ver a mis hijos formando sus familias. Mi felicidad ahora no sería el trago ni la fiesta sino acostarme a las nueve de la noche, levantarme a las cuatro a trabajar, llevar a los niños al colegio, recibir un sueldo cada mes y gastármelo con ellos.

Algún día, cuando mis niños sean hombres hechos y derechos, les voy a contar mi historia. Ahora no. Pablo está en la adolescencia y me trata muy mal. El papá le metió en la cabeza que yo me voy a ir con un sicario y el niño me odia. Yo le digo: Pablo, así usted sea grosero, me diga palabras feas, yo nunca lo voy a sacar a la calle, primero me voy a rodar yo.

Anoche lloré mucho, pero yo tengo una mente tan resistente, tan fuerte, que hoy estoy de pie. Quisiera volverme a enamorar, porque me gusta esa sensación, pero de un muchacho bueno. También quisiera tener una vejez pinchada, vanidosa; volverme a amar. Son tantas cosas las que me mantienen de pie que yo no sé qué esperar de la vida. Ojalá sea felicidad. Mientras tanto, respiro libertad.

*Los nombres de los involucrados en esta historia fueron cambiados por petición de la fuente.