miércoles, 27 de febrero de 2013

Hace un mes


Nunca antes había extrañado tanto a alguien. Tanto, tanto, que he debido ser bastante machita para no salir a buscarlo un domingo a las doce de la noche. También es que es muy difícil hacerlo porque songo zorongo vivimos a dos horas y a la madrugada no hay forma de salir de este monte. Lo he extrañado tanto porque con él soy una bonita persona. Eso me gusta. Él saca lo mejor de mí. Con sus charlas siempre quedo con ganas de todo. De escribir, de vivir, de olvidar. Sobre todo de eso. Y acabo siendo la más afortunada porque no me cobra sus servicios. Es un asesor espiritual que me sale gratis.

Lo único que lamento es empezar a extrañar. Porque ese es un sentimiento muy egoísta. Porque entonces entiendo que la gente no está para mí siempre. Y si nadie está para mí siempre, qué sentido tiene todo. Muy poco. 

viernes, 1 de febrero de 2013

Un domingo con Andrés

Es domingo, día de perdición. En domingos uno tiene adentro todo el bloque de su melancolía, de su perpendicular agobio y soledad. Pero eso no lo digo yo, lo dicen las cartas que Andrés escribía los domingos en las tardes. Andrés odiaba los días –las horas- perdidos, el único analgésico que aliviaba su dolor de domingo era la escritura: quizás escribir un cuento, un guion, algo que no estuviera ligado a él. 

Hace 35 años, Andrés no está. Andrés se fue: fiel a sí mismo. La única fidelidad posible y necesaria. La última vez que hablé sobre él, un amigo me dijo: “A Andrés Caicedo no se le entiende si no se le leyó como comiéndose un cerebro de mango maduro en una pesadilla. O un mango muy biche, pero baboso y con sal”. Como si por fin acabara de entender el misterio, respondí: “Claro, ahora entiendo: o te lo devorás o mejor no probés. Como diría Solano Patiño un observador que esté en uno de los extremos no ve el centro. Es demasiado oscuro”. Porque quien se acerca a Andrés, debe adentrarse sincera y completamente a esa tristeza y desesperación que hay en toda su obra.

La última vez que lo vi, sí, a Andrés, fue hace un mes y medio en la Biblioteca Luis Ángel Arango: sonriente daba la entrada a la exposición que preparó Luis Ospina sobre su vida y obra. Como ante un tesoro, con la misma emoción y delicadeza, me acerqué a sus cartas, a esa letra suya, tan sutil a veces, tan desesperada otras; a su máquina de escribir, sus poemas, sus guiones de obras de teatro, sus afiches de la época: “Porque no se trata de sufrir me tocó a mí en esta vida, sino de agúzate que te están velando”. Fue una última vez íntima. Andrés no dejó de sonreír en aquella fotografía que el Matacandelas hizo célebre. Andrés estaba tan joven como lo puede estar un muchachito de 25 años y seis meses.

El primer encuentro

La primera vez que supe de Andrés Caicedo, yo tenía 17 años y estaba en el primer semestre de la universidad. En cualquier almuerzo, un compañero de clase contó la historia de un primo suicida, voraz lector del caleño. En la historia, el primo se había hecho profundas heridas en las muñecas con un cuchillo, después de leer Que viva la música. Pero como Andrés en su primer intento de suicido, el tipo no murió ahí. Por lo que utilizó sus últimas fuerzas para lanzarse desde la ventana de su habitación. Un cuarto piso, valga decir.

La temible historia despertó en mí gran curiosidad, cualidad que ni las bibliotecarias ni la biblioteca de mi pueblo pudieron satisfacer porque solo había dos libros del caleño y ninguno estaba disponible. El primero era Angelitos empantanados, que aparecía en préstamo desde hacía un año; el segundo, Destinitos fatales, una recopilación de Sandro Romero y Luis Ospina que nadie encontró en ninguna sección aunque aparecía como disponible. Otros libros de o sobre Caicedo, estaban desperdigados por todos los colegios públicos de Rionegro, pero no en la Biblioteca Municipal.

En medio del desánimo, la historia de búsqueda se quedó quieta por un par de años. Ese mismo día encontré cualquier otro libro, ese seguramente me llevó a otros y yo me olvidé de la historia del suicida. Hasta la tarde de abril que el profesor de Periodismo llevó uno de los mejores cuentos del caleño, “Infección”, para leer en clase. Para ese entonces, yo ya tenía 19 años y como cualquier estudiante de Periodismo estaba maravillada con la forma, con experimentar, con escribir de todo, de lo propio y lo ajeno y Andrés lo hacía perfecto: “Odiar es querer sin amar. Querer es luchar por aquello que se desea y odiar es no poder alcanzar por lo que se lucha”.

Durante las siguientes clases, una especie de amistad se afianzó con el profesor y eso me permitió al fin comenzar a leer cuentos como Patricialinda, Calibanismo, Maternidad y Noche sin fortuna. El último día de clase, y cmo una especie de agradecimiento por el interés en las lecturas, ese mismo profesor me regaló Angelitos empantanados en la edición cara y cruz de Norma. En esa portada que siempre me ha parecido demasiado tierna para la historia –un jovencito con alas y un corazón en sus manos-, aparece una de las frases que más describen a Andrés y que es dicha por el personaje que más me gusta del libro, El Pretendiente: “Terror… tal palabra significa para mí un lugar común”.

Esa misma noche leí los tres relatos que componen el libro: El pretendiente, Angelita y Miguel Ángel y El tiempo de la ciénaga. Lo primero que me sorprendió fue la capacidad para definir tan bien a cada personaje: desde Angelita Rodante y su belleza en los buses hasta Solano Patiño el más hablador y saludador. Pero sobre todo El Pretendiente, algo en ese personaje me caló en el alma: tal vez fue su agonía, su soledad, su desequilibrio luego de una pérdida. Valga decir que luego, cuando vi la obra del Teatro Matacandelas, adoré más al personaje por la inolvidable y excelente interpretación de Diego Sánchez, uno de los actores más reconocidos de la ciudad.

Con la distancia que dan los años, también debo contar que el comienzo de estos Angelitos me sigue alterando todos los sentidos como la primera vez que lo leí. Sobre todo porque permite encontrarse de entrada con un personaje agitado y agobiado por desordenados y dolorosos recuerdos, un hombre que se impone en la tarea de encontrarles una sucesión, una armonía, no para justificar el estado en que comienza a narrar la historia, sino para neutralizar tanta capacidad para herirse. Tanta tristeza hay en ese primer párrafo y tanta desesperación, que urge leer la historia. Una necesidad apremiante por escribir como mecanismo de liberación.

A los 19 años, Andrés escribió esos tres relatos. A la misma edad, yo tuve el libro en mi biblioteca y me impresioné de la forma como alguien había logrado dominar tan bien las palabras a sus escasos 19 años, que son una época de pocas responsabilidades y entusiasmo desbordante: el tiempo de la ciénaga. El mejor de los relatos es precisamente ese, el último: el tiempo en el que Angelita y Miguel Ángel salen del burgués norte de Cali a recorrer el sombrío sur. A encontrar la muerte.

Después de ahí vino todo: cuentos, cartas, Que viva la música –a la cual sobreviví porque se debe pecar por inocencia para pensar que por un libro alguien se quita la vida-, recopilaciones y un poco de amor para las crónicas de Sandro Romero, ferviente admirador de Andrés. Después de ahí vino todo, porque por medio de Andrés uno llega la literatura de Poe y Lovecraft, al cine de Buñuel, Bergman y Polansky, a la salsa de Richie Ray y el rock de los Rolling.

Un par de compinches en la ciudad

Los mejores libros de mi vida, los recuerdo como tal porque me han dejado las mejores amistades de mi vida. Ya sea porque en alguna esquina coincidimos hablando de un mismo libro o porque decidimos emprender con alguien más el descubrimiento de un autor.

Mi amiga Yésica –tan mona como la rubia, rubísima de María del Carmen Huerta- hace parte de mi historia con Caicedo:con ella leí fragmentos de Angelitos empantanados, con ella vi hace un año el ciclo que preparó el cine club de Kinetoskopio sobre el cinéfago y que culminó con el corto adorable de Los amantes de Suzie Bloom (Historia para western). Con ella leí las mejores cartas de Andrés en Mi cuerpo es una celda, la autobiografía preparada por el chileno Fuguet. Al tiempo, ella en su casa y yo en la mía, vimos Unos buenos pocos amigos, el documental de Luis Ospina. Ella leyó El atravesado, mientras yo encontré en una biblioteca de pueblo lejana, la primera edición de Concultura de Que viva la música. Al tiempo nos enamoramos y a ninguna nos ha traicionado.

Con Yésica nos adentramos en la vida de un muchachito que desde los 13 años tenía una carrera contra el tiempo, a quien apodaban Pepito Metralla y que no soltaba su máquina de escribir ni en las mejores fiestas. Un tipito comprometido con el cine y la literatura, amante a las historias de vampiros, que primero quiso ser actor y luego se hizo director, al que solo escribir lo mantenía vivo. Un hombre al que la ausencia lo hacía escribir, enamorado de Patricia súper divina, que intentó dos veces su suicidio hasta que ingirió las sesenta pastillas de Seconal.

El último de nuestros planes es viajar a Cali a finales de año. Ya tenemos 21 años, edad en la que Andrés comenzó a sentirse un anacronismo, así que es justo cumplir con el compromiso de pisar las mismas calles que él maldijo y escuchar la salsa que tanto bien le hizo. Hace un año planeamos el viaje, pero la Rubia partió para Brasil sin tiempo para cumplir con otros viajes. Cada que comentamos nuestras intenciones, nos preguntan si pretendemos cerrar un ciclo o algo parecido. Quien haya leído y quiera como se quiere a Andrés Caicedo, sabe que nunca se cierra ningún ciclo, que la decepción de sus días permanece en uno. Se mezcla con la de uno.

Por ahora, es domingo, noche de perdición. He soportado un domingo más gracias a Andrés y al analgésico que produce leer y releer sus cartas de domingo. Andrés se fue, pero quedó el mito que él siempre procuró: “Mi sufrimiento amainará mientras me dure la fuerza que me haga seguir escribiendo”.