Es domingo, día de perdición. En domingos
uno tiene adentro todo el bloque de su melancolía, de su perpendicular
agobio y soledad. Pero eso no lo digo yo, lo dicen las cartas que Andrés
escribía los domingos en las tardes. Andrés odiaba los días –las horas-
perdidos, el único analgésico que aliviaba su dolor de domingo era la
escritura: quizás escribir un cuento, un guion, algo que no estuviera
ligado a él.
Hace 35 años, Andrés no está. Andrés se
fue: fiel a sí mismo. La única fidelidad posible y necesaria. La última
vez que hablé sobre él, un amigo me dijo: “A Andrés Caicedo no se le
entiende si no se le leyó como comiéndose un cerebro de mango maduro en
una pesadilla. O un mango muy biche, pero baboso y con sal”. Como si por
fin acabara de entender el misterio, respondí: “Claro, ahora entiendo: o
te lo devorás o mejor no probés. Como diría Solano Patiño un observador
que esté en uno de los extremos no ve el centro. Es demasiado oscuro”.
Porque quien se acerca a Andrés, debe adentrarse sincera y completamente
a esa tristeza y desesperación que hay en toda su obra.
La última vez que lo vi, sí, a Andrés,
fue hace un mes y medio en la Biblioteca Luis Ángel Arango: sonriente
daba la entrada a la exposición que preparó Luis Ospina sobre su vida y
obra. Como ante un tesoro, con la misma emoción y delicadeza, me acerqué
a sus cartas, a esa letra suya, tan sutil a veces, tan desesperada
otras; a su máquina de escribir, sus poemas, sus guiones de obras de
teatro, sus afiches de la época: “Porque no se trata de sufrir me tocó a
mí en esta vida, sino de agúzate que te están velando”. Fue una última
vez íntima. Andrés no dejó de sonreír en aquella fotografía que el
Matacandelas hizo célebre. Andrés estaba tan joven como lo puede estar
un muchachito de 25 años y seis meses.
El primer encuentro
La primera vez que supe de Andrés
Caicedo, yo tenía 17 años y estaba en el primer semestre de la
universidad. En cualquier almuerzo, un compañero de clase contó la
historia de un primo suicida, voraz lector del caleño. En la historia,
el primo se había hecho profundas heridas en las muñecas con un
cuchillo, después de leer Que viva la música. Pero como Andrés
en su primer intento de suicido, el tipo no murió ahí. Por lo que
utilizó sus últimas fuerzas para lanzarse desde la ventana de su
habitación. Un cuarto piso, valga decir.
La temible historia despertó en mí gran
curiosidad, cualidad que ni las bibliotecarias ni la biblioteca de mi
pueblo pudieron satisfacer porque solo había dos libros del caleño y
ninguno estaba disponible. El primero era Angelitos empantanados, que aparecía en préstamo desde hacía un año; el segundo, Destinitos fatales, una
recopilación de Sandro Romero y Luis Ospina que nadie encontró en
ninguna sección aunque aparecía como disponible. Otros libros de o sobre
Caicedo, estaban desperdigados por todos los colegios públicos de
Rionegro, pero no en la Biblioteca Municipal.
En medio del desánimo, la historia de
búsqueda se quedó quieta por un par de años. Ese mismo día encontré
cualquier otro libro, ese seguramente me llevó a otros y yo me olvidé de
la historia del suicida. Hasta la tarde de abril que el profesor de
Periodismo llevó uno de los mejores cuentos del caleño, “Infección”,
para leer en clase. Para ese entonces, yo ya tenía 19 años y como
cualquier estudiante de Periodismo estaba maravillada con la forma, con
experimentar, con escribir de todo, de lo propio y lo ajeno y Andrés lo
hacía perfecto: “Odiar es querer sin amar. Querer es luchar por aquello
que se desea y odiar es no poder alcanzar por lo que se lucha”.
Durante las siguientes clases, una
especie de amistad se afianzó con el profesor y eso me permitió al fin
comenzar a leer cuentos como Patricialinda, Calibanismo, Maternidad y Noche sin fortuna. El último día de clase, y cmo una especie de agradecimiento por el interés en las lecturas, ese mismo profesor me regaló Angelitos empantanados en
la edición cara y cruz de Norma. En esa portada que siempre me ha
parecido demasiado tierna para la historia –un jovencito con alas y un
corazón en sus manos-, aparece una de las frases que más describen a
Andrés y que es dicha por el personaje que más me gusta del libro, El
Pretendiente: “Terror… tal palabra significa para mí un lugar común”.
Esa misma noche leí los tres relatos que
componen el libro: El pretendiente, Angelita y Miguel Ángel y El tiempo
de la ciénaga. Lo primero que me sorprendió fue la capacidad para
definir tan bien a cada personaje: desde Angelita Rodante y su belleza
en los buses hasta Solano Patiño el más hablador y saludador. Pero sobre
todo El Pretendiente, algo en ese personaje me caló en el alma: tal vez
fue su agonía, su soledad, su desequilibrio luego de una pérdida. Valga
decir que luego, cuando vi la obra del Teatro Matacandelas, adoré más
al personaje por la inolvidable y excelente interpretación de Diego
Sánchez, uno de los actores más reconocidos de la ciudad.
Con la distancia que dan los años,
también debo contar que el comienzo de estos Angelitos me sigue
alterando todos los sentidos como la primera vez que lo leí. Sobre todo
porque permite encontrarse de entrada con un personaje agitado y
agobiado por desordenados y dolorosos recuerdos, un hombre que se impone
en la tarea de encontrarles una sucesión, una armonía, no para
justificar el estado en que comienza a narrar la historia, sino para
neutralizar tanta capacidad para herirse. Tanta tristeza hay en ese
primer párrafo y tanta desesperación, que urge leer la historia. Una
necesidad apremiante por escribir como mecanismo de liberación.
A los 19 años, Andrés escribió esos tres
relatos. A la misma edad, yo tuve el libro en mi biblioteca y me
impresioné de la forma como alguien había logrado dominar tan bien las
palabras a sus escasos 19 años, que son una época de pocas
responsabilidades y entusiasmo desbordante: el tiempo de la ciénaga. El
mejor de los relatos es precisamente ese, el último: el tiempo en el que
Angelita y Miguel Ángel salen del burgués norte de Cali a recorrer el
sombrío sur. A encontrar la muerte.
Después de ahí vino todo: cuentos, cartas, Que viva la música –a
la cual sobreviví porque se debe pecar por inocencia para pensar que
por un libro alguien se quita la vida-, recopilaciones y un poco de amor
para las crónicas de Sandro Romero, ferviente admirador de Andrés.
Después de ahí vino todo, porque por medio de Andrés uno llega la
literatura de Poe y Lovecraft, al cine de Buñuel, Bergman y Polansky, a
la salsa de Richie Ray y el rock de los Rolling.
Un par de compinches en la ciudad
Los mejores libros de mi vida, los
recuerdo como tal porque me han dejado las mejores amistades de mi vida.
Ya sea porque en alguna esquina coincidimos hablando de un mismo libro o
porque decidimos emprender con alguien más el descubrimiento de un
autor.
Mi amiga Yésica –tan mona como la rubia,
rubísima de María del Carmen Huerta- hace parte de mi historia con
Caicedo:con ella leí fragmentos de Angelitos empantanados, con
ella vi hace un año el ciclo que preparó el cine club de Kinetoskopio
sobre el cinéfago y que culminó con el corto adorable de Los amantes de Suzie Bloom (Historia para western). Con ella leí las mejores cartas de Andrés en Mi cuerpo es una celda, la autobiografía preparada por el chileno Fuguet. Al tiempo, ella en su casa y yo en la mía, vimos Unos buenos pocos amigos, el documental de Luis Ospina. Ella leyó El atravesado, mientras yo encontré en una biblioteca de pueblo lejana, la primera edición de Concultura de Que viva la música. Al tiempo nos enamoramos y a ninguna nos ha traicionado.
Con Yésica nos adentramos en la vida de
un muchachito que desde los 13 años tenía una carrera contra el tiempo, a
quien apodaban Pepito Metralla y que no soltaba su máquina de escribir
ni en las mejores fiestas. Un tipito comprometido con el cine y la
literatura, amante a las historias de vampiros, que primero quiso ser
actor y luego se hizo director, al que solo escribir lo mantenía vivo.
Un hombre al que la ausencia lo hacía escribir, enamorado de Patricia
súper divina, que intentó dos veces su suicidio hasta que ingirió las
sesenta pastillas de Seconal.
El último de nuestros planes es viajar a
Cali a finales de año. Ya tenemos 21 años, edad en la que Andrés comenzó
a sentirse un anacronismo, así que es justo cumplir con el compromiso
de pisar las mismas calles que él maldijo y escuchar la salsa que tanto
bien le hizo. Hace un año planeamos el viaje, pero la Rubia partió para
Brasil sin tiempo para cumplir con otros viajes. Cada que comentamos
nuestras intenciones, nos preguntan si pretendemos cerrar un ciclo o
algo parecido. Quien haya leído y quiera como se quiere a Andrés
Caicedo, sabe que nunca se cierra ningún ciclo, que la decepción de sus
días permanece en uno. Se mezcla con la de uno.
Por ahora, es domingo, noche de
perdición. He soportado un domingo más gracias a Andrés y al analgésico
que produce leer y releer sus cartas de domingo. Andrés se fue, pero
quedó el mito que él siempre procuró: “Mi sufrimiento amainará mientras
me dure la fuerza que me haga seguir escribiendo”.