lunes, 28 de octubre de 2013

HISTORIA DE UNA PASIÓN: DARÍO JARAMILLO AGUDELO O EL ETERNO APRENDIZ

Hubiese sido de ida y vuelta, más al ataque que a la defensa, creativo, comprometido. Hubiese sido, además, solo rojo. Hubiese sido Darío Jaramillo Agudelo, puntero derecho del Deportivo Independiente Medellín. Pero entonces y porque el destino es destino acabó siendo lo que tenía que ser: escritor. Poeta, por encima de todo.




Va por la sombrita.
Sin hacer ningún ruido. Silencioso. Anónimo –aunque no tanto como quisiera–. Discreto. De pronto escribe un verso, quizás el mejor verso de amor de las letras de su país. De pronto una carta, extensa y confesional, sobre las circunstancias ineludibles de las que se vale la muerte. O muchas cartas o un diario. Lo que sea, pero algo íntimo, que devele a un hombre solo. Silencioso.

Va por la sombrita.
Acechando. Siendo la voz que no tienen los enamorados. Porque el amor es una enfermedad pre verbal que no encuentra palabras, que tampoco las necesita, pero le hacen bien. Entonces está la poesía. Religioso, cree en la trascendencia, en una zona misteriosa de la vida que no está resuelta y que tiene que ver con otros niveles de persuasión. Obsesivo. Tanto, tanto, que es versátil: puede tener tres obsesiones al tiempo.
Alguna vez, en Venezuela, una amiga se apresuró a responder, con un juego de palabras que todavía lo divierten a mares, la muy indiscreta pregunta de si era huraño: “Huraño no, hur-siglo, hur-milenio”. Porque Darío Jaramillo Agudelo prefiere irse por la vida así: por la sombrita. Sin espavientos. Sin acosos. 

Aún así, Darío es un autor para el amor. Al que uno le entrega miles de secretos en tanto está leyendo los suyos.
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Hace muchos años no va al pueblo, quizás porque no vive en Medellín, porque sus abuelos no están vivos o porque la última vez –cuando intentó recorrer los sitios en los que creció– vio que Santa Rosa de Osos ya no estaba sino en su memoria: “Todos los sitios eran completamente distintos de cómo me sucedieron a mí: yo vivía en una casa con un jardín atrás, que se juntaba con otros jardines, y ahora son calles. El recuerdo está borrado”. Hasta el último día de 1954, Darío vivió en Santa Rosa de Osos, un pueblito al norte del departamento de Antioquia. Tenía siete años.

Entonces –hijo único, con papá y mamá– llegó a Medellín. Estudió en el colegio San Ignacio Loyola, del que aún guarda muy buenos amigos y recuerdos; escenario que inspiró su novela La voz interior en la que es evidente que el personaje estudió en un colegio de curas. Sin que nada de lo que diga haya ocurrido, se trató de escoger una situación y crear otros acontecimientos dentro del escenario que Darío conoció y en el que cualquier cosa que estuviera relacionada con la sexualidad era pecado mortal.

Fue precisamente su padre, Alonso Jaramillo, quien le enseñó las grandes pasiones de su vida: la lectura y el Deportivo Independiente Medellín. Desde pequeño, lector apasionado de literatura por muchas razones: hijo único, confinado en el centro de una ciudad, con muchos libros en casa y un padre dispuesto a mostrarle las enciclopedias, diccionarios y antologías de poesía que coleccionaba. Lo primero que descubrió Darío era que le gustaba mirar los libros, embeberse en ilustraciones; luego encontró los placeres de la lectura: el silencio, su favorito; el olvido, uno nada despreciable porque “el único tiem­po válido es el tiempo en que transcurre la narración”. Después tuvo la necesidad de escribir, también muy joven, de ordenar lo que estaba pasando por su vida.

No recuerda su primer poema, pero debe tener alguna de las fechas durante de la adolescencia. Poemas que escribió en cuarto de bachillerato, a los 16 años. Tampoco recitaba. Eran los tiempos de jugar bien al fútbol, a nadie le importaba la poesía, que te la tomaras en serio o no, importaba mover bien la pelota. Y Darío lo hacía más o menos bien. No era una estrella, pero jugaba con entusiasmo en su punta derecha. Al ataque. Cuando llegó a la universidad, durante los sesenta, la poesía era considerada un desvarío de burgués. Lo que importaba era ser militante, de la izquierda como “ese montón de tipos que ahora son gerentes de bancos, empresarios o que están en la cárcel, pero no por revolucionarios sino por ladrones”.

Lo primero que quiso ser fue ingeniero civil. Había pasado ya a la Facultad de Minas de la Universidad Nacional, cuando supo que lo que realmente quería era irse de la casa. Tenía 18 años y empezó a buscar las carreras que solo pudieran estudiarse en Bogotá. Y encontró una: Derecho y Economía al tiempo, en la Universidad Javeriana. Por eso es abogado y economista. No hubo problema en casa, sus padres fueron generosos y le patrocinaron el viaje y la carrera en la capital. Esto es un asunto serio. Lo único que quería Darío era estar a su propia voluntad en otra parte, “sin que me vigilaran tanto”. No quería seguir siendo hijo único, en una familia pequeña y cerrada, era mejor salir sin importar la pasión que despertara o no la economía y el derecho.
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Nunca tuvo pasión por la carrera ni por el oficio ni por el ambiente, pero lo ejerció. Terminó la carrera, fue profesor en la misma universidad y fue un buen abogado. Aplicado, más bien. A decir verdad hay algo que le acaba faltando siempre a alguien cuando no tiene pasión por lo que hace. Sin embargo y durante años vivió de eso, de su oficina de abogado, de las clases de derecho: “Creo que me aburría mucho, pero mi salvación estaba en los libros para leer y escribir. Uno no escribe por otra razón –en mi caso– que la necesidad de escribir. Nunca ha importado lo que esté haciendo o no, escribir es una forma de pensar: para que el pensamiento funcione tiene que pasar por aquí y aquí –señala su cabeza y su mano derecha–. Rodar”.

Hasta que llegó un golpe de suerte que en comienzo tenía la mismísima cara de la tragedia. Su padre lo llamó para ser aprendiz de comerciante en el negocio familiar –Almacenes El Mar, en pleno centro de Medellín–. A fin de cuentas era tiempo de que Darío supiera de su propio negocio. Así que regresó y dejó su oficina de abogado. En esas estaba cuando se presentó la oportunidad –de una forma muy extraña, pero muy real– de volver a Bogotá.

Al segundo mes de Darío en Medellín, un día cualquiera, lo llamó el presidente –Belisario Betancur– para que se encargara de toda la actividad cultural en el Banco de la República. Como a las seis de la mañana. Tan temprano y tan raro, que él pensó que era algún amigo tomándole el pelo. Pero no, era el mismísimo presidente. Ese trabajo que aceptó de unas buena vez por todas, sin pensarlo mucho, lo salvó del derecho y el comercio. Desde esa oportunidad solo decía que era abogado para meterle miedo a la gente en su nuevo mundo de administración y gerencia: “Cuando pasé al teléfono me dijo: “Usted me ha dicho que no dos veces, no me puede decir que no la tercera. Lo necesito hoy para que almorcemos: quiero que sea el subgerente cultural del Banco de la República”. Me quedé aterrado y colgué el teléfono. Llamé al amigo mío que estaba al frente de la subgerencia y me dijo que era verdad, que me estaban ofreciendo el trabajo porque él se iba”.

Al comienzo del gobierno, el presidente ya le había propuesto a Darío que trabajara con él, pero los asuntos pendientes habían hecho que no aceptara. Él conocía a Belisario, pero no eran amigos. Ambos escribían versos y el padre de Darío conocía al político desde muy joven, en los años cuarenta, cuando vivía en Medellín. Y por eso, o por lo que sea que aún no entiende, lo llamó y él salió corriendo para Bogotá: “Cogí un avión en el Olaya Herrera, almorcé ese mismo día con el presidente, firmé contrato y me quedé en el Banco de la República hasta que me jubilé. Hace cinco años”.

Todo esto fue en el 85. Después de Ohhh y La muerte de Alec, y de muchos poemas por los que el nombre, el talante y la disciplina de Darío ya era conocido. Abandonó, por fin, el derecho, y la subgerencia fue la oportunidad de trabajar en “cosas gratas”: bibliotecas, colecciones de arte, música, museos. Con excelentes profesionales: “Era raro. A los gerentes les dicen que hay que empujar y motivar a la gente, pero yo tenía que atajarlos. En este trabajo todo el mundo es lleno de entusiasmo, mística profesional, dedicada. Por eso toca atajarlos: “Miren que no alcanza la plata, que no puede hacer tanto””.

Incrédulo, Darío pensó que no iba a durar mucho en la subgerencia. Tanto que al volver a Bogotá y empezar el trabajo, se hospedó en un hotel. Total –pensaba– al gobierno de Belisario no le quedaba mucho tiempo y el próximo presidente tendría su propio subgerente: “Me quedé en el hotel 20 años, mientras trabajé en el Banco. Cuando me jubilé, me fui del hotel. Sabía que el respeto y el poder que uno tiene por esos cargos son prestados y cuando se acabó, pues pagué la cuenta y me fui”.
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Pero antes de los ochenta, en los setenta, Darío publicó su primer libro. En compañía de Álvaro Miranda, Henry Luque Muñoz, Elkin Restrepo y Juan Gustavo Cobo –que era, además, el editor innato de los cinco, director de Concultura y de la Revista Eco– le dieron vida a Ohhh, una serie de poemas de todos. Juan Gustavo convocó y Darío fue el puente entre los poetas de Medellín y los de Bogotá. Como por ese tiempo no había editoriales, la edición salió de sus bolsillos. Entre cinco la cosa salió de lo más barata, en la imprenta de Jhon Álvarez. Elkin consiguió la portada con María Elena Vélez.

Entonces y por la manía de la humanidad de bautizar todo, a los cinco y a otros poetas más los llamaron “La generación sin nombre”: “Cobo publicaba, en revistas y periódicos, antologías y antologías. En esa época publicó a más de cincuenta poetas, muchos de ellos, por ejemplo, no volvieron a ser poetas. Eso pasa siempre. Ser poeta cuando uno tiene veinte años es más fácil que cuando uno tiene más de treinta. Por lo mismo, un periodista y poeta de El Tiempo, publicó otra antología con el nombre de Una generación en búsqueda de su nombre. Ahí salió lo de “Una generación sin nombre”. Después la bautizaron de muchas formas, pero nosotros no éramos un grupo. No por lo menos como los nadaístas que se reunían en el Café Miami todos los días o en sus casas. Nosotros no, nos conocíamos, había un cierto interés por la poesía, pero no teníamos un sitio de reunión, ni éramos amigos. Y ni siquiera era el mismo interés. La coincidencia era tener la misma edad, no el mismo estilo ni la misma concepción de la poesía. Era gente muy distinta, haciendo cosas muy distintas”.

Con menos de 24 años. Todos poetas jóvenes con una actitud distinta hacia la poesía. Más intelectuales. Más ausentes. Algo más cotidiano, una voz íntima, cercana, a comienzos de los setenta. Muy diferente a los nadaístas: “Los nadaístas se disfrazaban de chicos rebeldes y malos, pero era mentira. Era gente clase media, tratando de asustar a las tías. Y todos terminaron de columnistas de El Tiempo o de publicistas, porque toda su pose era un poco su forma de venderse”. La de ellos, los nadaístas, había sido una época para el antagonismo. Para estos poetas era tiempo de trabajar por y para la poesía. Claro que toda regla tiene su excepción, y para Darío el menos nadaísta de los nadaístas es Jaime Jaramillo Escobar. El más invisible. El poeta al que todos admiran. Para ser amigo de Jaime tardó treinta años, después de casi veinte de devoción: “Nosotros somos más cuadriculados. Yo soy puntual, disciplinado; Elkin Restrepo, por ejemplo, es un buen padre, un buen abuelo y un señor aplicado que se mete a clases de dibujo. Somos de otra idea”.

Una generación productiva, que dedicó su vida a escribir, a pintar, a leer. A la literatura o a la poesía. Pero todo en silencio.
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“Hay cosas que parecen disciplina y no lo son. Es decir, yo trabajé en el Banco de la República muchísimos años y en ese intervalo escribí poemas y novelas porque me encerraba los fines de semana a escribir. Me ponía la pijama el viernes por la tarde y me levantaba el lunes por la mañana. Pero no era por disciplina, era por gusto; si me hubiera gustado más el golf o los toros, pues todo sería muy distinto. Cuando a uno le interesa algo, le apasiona, no lo hace por disciplina sino por necesidad”.

Escribir y leer han sido desde siempre las pasiones de Darío Jaramillo. Pasiones divertidas y rigurosas, que sacan lo mejor y lo peor de él, que le exigen. Con las que ha convivido de todas las formas posibles. Es difícil encontrara a alguien que escriba tan bien en verso y prosa, que resalte en ambos campos. En todo caso y como diría Ricardo Piglia, “un cuento siempre desarrolla dos historias”. Así como el cuento de la vida de Darío Jaramillo Agudelo. Dos vías, la poesía y la novela, pero lo que le interesa a él es generar emoción poética.

El proceso de escritura, en ambos casos, es muy distinto. El verso lo ronda y lo ronda por días y meses hasta que Darío lo escribe en su libreta y sale el poema. Queda ahí. La idea es que pasen años, olvidar el verso, y volver de pronto, cualquier día al poema. En general no sobrevive ninguno, pero cuando alguno lo hace le sigue trabajando: “es un proceso lento y arbitrario, de días de impulso o inspiración. Una cosa del azar que uno no decide”. O también le pasa que lo atacan temas. Por ejemplo los gatos: un año entero escribe sobre los gatos hasta que los sepulta. Un par de años más tarde los lee, saca los que valen la pena, los vuelve a corregir, obsesivo, y los guarda otro rato. Así, así, hasta que los cree listos y decide que es tiempo de que su editor, Manuel Borrás, los lea.

La relación con Manuel Borrás, su editor, comenzó hace 20 años. Durante un premio en Caracas para el que ambos fueron jurados. Manuel era –todavía– el director de la Editorial Pretextos, y de desconocidos pasaron a ser muy buenos amigos. La afinidad que dan las discusiones. Pero Manuel no había leído nada de Darío y temía que los textos no le gustaran tanto como la persona. En el mismo sentido, Darío tenía tanto miedo de que no le gusta su prosa que se fue de Caracas y le dejó un libro suyo en un casillero. Sin más, se perdió. Lo que siguió en la historia fue la propuesta de la editorial para hacer una antología de poemas y como la cosa funcionó tan bien Darío renunció a sus demás editoriales, a excepción del Fondo de Cultura Económico.

Con las novelas le sucede otro asunto. Uno al que Vargas Llosa llamó “magma”. El escritor suelta todo lo que hay, piensa en el qué, no el cómo, escribe y escribe, y quedan unas tantísimas páginas que guarda en una gaveta hasta olvidar. Otra vez hasta olvidar. De una manera que el que vuelva a esas páginas sea un Darío distinto, un enemigo, que tenga la labor de descartar y corregir. Por eso las primeras versiones de sus poemas y novelas las escribe a mano y luego las transcribe en el computador para efectos del “cómo”. Entonces guarda, corrige, vuelve, guarda, saca, corrige por años hasta que se aburre: “Es muy obsesivo. No hay un punto en el que uno quede satisfecho, no. Es, más bien, saturado. En ese momento se la doy a leer a alguno de mis amigos, según la trama de la novela tengo lectores –no propiamente escritores– que me dicen si les gusta o no, y después a Manuel”.

Cartas cruzadas y La voz interior han sido siete u ocho años de trabajo de Darío. Las demás novelas y libros han durado engavetadas tres años como mínimo. Todo este trabajo no es producto de la disciplina, sino del gusto. Darío es disciplinado para otras cosas, para ser puntual y no robarle el tiempo a otros, no para escribir.

Darío es de ejercicios constantes de estilo. Cuando escribió La muerte de Alec, y como quería que fuera una narración seca, sin concesiones ni metáforas ni golpes de imaginación, también escribió Guía para viajeros, un libro raro, excéntrico, una especie de álbum de chocolatinas. Porque obviamente mientras editaba y corregía la primera se le ocurrían una serie de travesuras y juegos que anotaba en otro cuaderno. Durante la convalecencia por su pierna, en las visitas de sus amigos, sacaba el cuaderno y les leía a sus amigos la vida de los morgualos, los hupilas o los ríspidos. Hasta que un día Juan Luis Mejía, de la editorial Planeta, le propuso sacar el libro con ilustraciones y lo que en principio fue un subproducto acabó en libro.

También ha trabajado en muchas y diversas antologías. La primera fue Antología de lecturas amenas, un encargo de Carmen Vargas, quien en ese momento trabajaba en Editorial La rosa, y quien le pidió una serie de textos colombianos entretenidos. De ahí siguió una de versos, y otras más que también tuvieron mucho que ver con el trabajo en aquel momento de Darío en el fomento de la lectura. La última antología y más reciente trabajo fue la de crónicas latinoamericanas. Ya alguna vez, cuando salió el primer libro de Germán Castro Caycedo, Darío lo había reseñado en la Revista Eco como literatura, no periodismo. Por lo que aceptó gustoso y ahora entre risas dice que ha sido el hombre que más crónicas ha leído en su vida. Quedó fascinado con el género, con las súper estrellas del momento –Leila Guerriero, Alberto salcedo ramos, Martín Caparrós, Pedro Lemebel y Julio Villanueva Chang– y con la generación que viene de relevo.
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 “A finales del 54 o comienzos del 55, mi papá me llevó a ver fútbol. Entonces vi a un tipo de bigotes que cogía ese balón y lo ponía donde quería. Era magia, una epifanía. Era José Manuel Moreno, el jugador y técnico al tiempo del Deportivo Independiente Medellín. Yo quedé teñido de rojo. Además me encantaba el uniforme. Después me llevó a fútbol un tío, Luis Eduardo Agudelo, hincha de Nacional, y trató de hacerme hincha, pero yo ya estaba firme. Años después, muchísimos, llevé a fútbol a un niño de una amiga mía y traté de hacerlo hincha del Medellín, pero… Hincha de Nacional. Maldito, fue como una venganza”.

Además de leer y escribir, a Darío le gusta escribir y leer. Mirar por la ventana, mirar el techo, ver fútbol y béisbol por televisión. La última vez que fue a cine se quedó dormido, empezó a roncar y los amigos con los que iba juraron no volverlo a llevar. Así que este siglo no ha ido a cine. Leer es lo que más le gusta hacer en verdad. Procura, y es su vocación desde hace veinte años, leer novelas muy viejas, del siglo XIX. Como la de este momento, La capital de José María Queirós. Cuando no le gusta un libro, no lo termina. Lee por placer. Escribe por placer. La idea de sufrimiento no cabe en ninguna de sus dos pasiones.

“Escribir es un placer, una dicha exigente. Aquí ocurre una ley física: a medida que uno le mete más a un texto, el texto mejora, se nota y pide más. Es una delicia ver que algo me está funcionando, que una frase sí dice lo que pasó; es placentero, no torturante. El que piense que escribir es sufrir que se compre un látigo y se pegue zurriagazos en la espalda. Cuando yo dejé de fumar hace siete años, tres meses, dos semanas, cinco días y tres horas –claro que no me hace falta–, un médico me dijo que lo primero que me iba a pasar es que me iba a bloquear. “Vas a estar tan neurótico que no vas a poder escribir, y eso te va a pasar durante seis meses”. No era verdad, me pasó durante un año. Entonces lo que hice fue no escribir. Porque mi relación con la escritura es de necesidad. Si no existe la necesidad, no escribo”.

También está quienes dicen que escribir es un oficio gris, que procura: “Todo lo contrario, lo que es gris es la gente –dice entre carcajadas–. Es muy paradójico, Eliana, uno escribe porque lo necesita, para estar solo, porque le gusta el silencio. Pero cuando comete, no sé si la barrabasada de publicar, puede pasar que comiencen a llamarlo para hablar en público de lo que hace, que es totalmente contradictorio a la razón por la que uno escribe que fue para estar solo. Termina uno teniendo una cierta vida pública que nunca quiso y que yo procuro restringirla lo máximo”.

Escribir es también un asunto de circunstancias. Mientras viaja no escribe, no necesita escribir, en cambio en Bogotá, en su casa, sí. Hace un par de años, a propósito de una antología que nadie leyó, revisó sus libretas y vio que tenía bastantes poemas sobre fantasmas. Uno de sus temas amados. En eso trabaja ahora, en reunir y escribir más textos sobre fantasmas. Son 25 páginas y no ha parado de corregir y reescribir, si hay un viaje suspende. Puede hacerlo porque los poemas son breves. Cuando se trata de una novela, Darío no acepta viajar: “Tampoco es que me entusiasmen más los paseos que escribir –suelta otra de sus medias carcajadas”.

Le gusta toda la música. Menos el vallenato. De hecho su novela Cartas cruzadas es toda una banda sonora. Le encanta venir a Medellín y escuchar la emisora de la Bolivariana. La música que más oye es la clásica y la música con la que creció: el bolero y el tango. Le interesa tanto la música que no escribe con ella: “Si pongo música para escribir termino oyendo música”.
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¿Y los fantasmas?
La relación de Darío con sus personajes es muy cercana. Aguda. Tanto así, que cuando escribía, Novela con fantasma, un amigo fue a su casa y se aterró: “Todo este espacio está lleno de fantasmas, de apariciones”. Pero la relación es intensa mientras escribe. Después, cuando la novela se imprime, no son sus personajes, son de otros, de los que los leen y viven sus historias. Ahí pierde el interés. Porque cuando una novela se publica ya no le sirve al autor –lo salvó o lo hastió–. Es tiempo de que cure a otros.
“¿Cuál es su fijación con los fantasmas?
No, mía no, de los fantasmas conmigo. Eso se lo tienes que preguntar a los fantasmas. Por todos lados hay fantasmas. Aquí hay fantasmas”.
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Darío tiene una pata en el cementerio.
La historia del accidente es bien conocida. La finca Las Mercedes en Sopó, Cundinamarca, un atentado a Fernando Martínez, arquitecto y dueño de la finca, las seis de la tarde, Darío que se baja a abrir el candado del portón de la finca para regresar a Bogotá, y una carga de metralla que estalla, lo levanta unos diez metros del piso y lo hace desandar el camino. Resultado: le amputan la pierna derecha. La teoría de Darío, trece años después, es que querían espantar a Fernando de su finca para hacer travesuras con sus animales, todos muy valiosos. Pero nunca le ha interesado saber más, le parece que encontrar a quien odiar es un ejercicio bastante tonto.

“Uno cambia de diseño: ya no puedo correr, no puedo ser puntero derecho del Dim –entre otras cosas porque la que me cortaron fue la pata derecha–, voy a otra velocidad. Cosa que me convino, no porque sea una ventaja no ser bípedo, sino porque esa nueva velocidad, más lenta, me puso a pensar más veces las cosas, a observar más, a tener calma. La parte negativa, la física, pues me ocurrió en una etapa de la vida en que no era un joven de veinte años, tenía 42: la edad suficiente para darme cuenta de que podía seguir viviendo, sin volver esto una tragedia”.

Fue curioso. A raíz del incidente se abrió una investigación penal, a Darío lo citó un juez, le hizo preguntas y lo mandaron a Medicina Legal para algunos exámenes. Fue cuando un siquiatra muy joven le dijo, después de entrevistarlo, que quedaba muy preocupado con él. Darío, extrañado, le preguntó por qué y el muchacho le contestó que él no había hecho el duelo de su pierna. Que era necesario que lo hiciera: “Y yo le solté una carcajada: no era cuestión de duelos, la pata ya no estaba, tengo un pie en la tumba y estoy vivo. Cosa que es muy rara que alguien que tenga un pie en la tumba esté vivo. Todavía no he hecho el duelo”.

Tan solo lloró una vez. Después de las muchas cirugías y 14 semanas en un hospital, cuando podían hacerle las fisioterapias. Tenía que aprender a manejar las muletas –no había prótesis aún– y subir y bajar escalas. Muy al principio, rodó por esas escaleritas de laboratorio y de la rabia se puso a llorar. Pero fue la única vez.

Fue el momento de ver cómo se podía defender de sí mismo y sin una pierna; hubo problemas y hubo que aprender a convivir con ellos. Estaba sobre todo el dolor fantasma, “a uno le duele la presa que no está…”. Entonces un amigo le comentó: “Tranquilo hombre, vos caminabas tan feo que a lo mejor ahora caminas mejor”. El ambiente que rodeó el accidente de Darío fue ingenioso. Esos amigos, esos chistes y esa edad le ayudaron. El humor en vez de la tragedia: ““A uno lo puede cambiar cualquier cosa, una luna llena, un bolero o un amor”.
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Borges vino a Medellín antes de ser Borges. Antes de ser la súper estrella. En el año 63, cuando todavía medio veía. Darío había leído El Aleph y llegó al aeropuerto Olaya Herrera con dos amigos más del colegio –a los que convenció o lo convencieron– y esa fue la comisión que recibió a Jorge Luis en Medellín. Esa misma comisión acompañó al escritor argentino al hotel Nutibara y de todo queda una foto: una entre Alfredo Río –un buen amigo de Darío, sicoanalista–, Borges y Darío en un sofá del hotel. También le hubiera gustado conocer a Cortázar, pero después de leer La vuelta al día en ochenta mundos supo que “uno no llama por teléfono a las águilas”.
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“Hay un cuento de Juan Manuel Roca que a mí me parece muy lindo, significativo. Él conoció en Cuba al autor de Guantanamero, y el tipo le dijo a Juan Manuel que él había escrito más de mil canciones y, sin embargo, era el autor de Guantanamero. Eso nos pasa a todos: yo habré escrito qué, unos 150 poemas, y siempre me piden los mismos”.

Que son: “Tu voz por el teléfono”, “Tu lengua”, “Primero está la soledad”. Los mismos. A Darío le suele suceder que llega a un auditorio y alguien se le acerca y le pide algún poema. Y si por esas cosas no lleva el poema, también lo cuenta Jaime Jaramillo en alguna entrevista reciente, no hay problema: la misma persona lo tiene y “uno lee lo que ya está leído por el otro. Uno no es el dueño de esos poemas, son de quien los lee y le sirve para algo”.

También le piden poemas de Esteban, el locutor de radio de Cartas cruzadas. Ese es un juego que le interesa mucho: desdoblarse en un personaje y escribir poemas, no como Darío sino como Esteban o como Sebastián –La voz interior– un juego todavía más interesante porque es alguien que inventa escritores. Todo un juego de barajas, ecuaciones de tercer grado, jugar a escribir como muchos otros: Eso me parece muy divertido, intentar e intentar hacerlo bien. Crear estilos”.

Es que en su casa siempre hubo poesía. Se leía, además. Entonces Darío recuerda a su padre, leyéndole: “Érase una vez un hombre pegado a una nariz… Érase una nariz superlativa”, el poema de Quevedo. Ya de adolescente, tres santos lo rayaron: a los catorce años Alberto Aguirre editó las obras completas de León De Greiff, por la época iba mucho a la librería de Aguirre y él le regaló un ejemplar de esos libros –“Me encantó, yo escribía poemas imitando a León, lo que había leído” –; el otro fue Canto a mí mismo de Walt Whitman en una versión en español que había hecho León también, y Poemas de la ofensa de Jaime Jaramillo Escobar. Esos tres libros fueron la biblia para Darío.

¿Y por qué escribirle a los amores imposibles?
“García Márquez decía que era una enfermedad como el cólera, yo pienso los mismo: uno se contagia o no, es involuntario. Por eso son más los amores desgraciados, que los afortunados. Porque las enfermedades no son razonables, no son controlables. El amor tampoco”.

En cuanto a declaraciones de amor, una de las más bellas la hace Darío en las páginas de Historia de una pasión: “Sé que hubo un día en que supe que era la poesía lo que más me importaba, lo que más me importaría en la vida. La poesía en su sentido más amplio y desaforado, la ebriedad sin tiempo de una boca amada, el aroma de un eucaliptus, el laberinto interno de tu reloj de cuarzo, de tu procesador de datos, un atardecer, un gol, un sorbete de curuba, una voz familiar, Mozart, entender una cosa nueva, una crema de ostras, el galope de un caballo, en fin, tantas cosas que son la poesía en su más amplio sentido. Y luego, también […] la pasión por la poesía en su sentido más restringido, o sea, la capacidad de alucinar con la palabra escrita”.
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¿Quién es Darío Jaramillo para usted?
“No tengo muy claro quién es Darío Jaramillo, cada vez que digo una respuesta, ya no vale la pregunta. No sé muy bien quién soy. En lo que me gusta soy un eterno aprendiz, creo en el oficio que ejerzo ahora, leer y escribir, algo en lo que estoy apenas aprendiendo, sin mucha prisa. No tengo prisa por ni para nada, voy más bien despacio por la vida, con ciertos odios claros. Eso lo define a uno mucho; por ejemplo, no me gustan los olores fuertes, me alteran. La literatura de Darío Jaramillo no me interesa. Me interesa lo que voy a hacer, no lo que he hecho. Eso ya es problema de otros. Que me lean o no, no me interesa mucho”.