miércoles, 11 de febrero de 2015

Una feliz y discreta bacterióloga



Fotografía: Juan Esteban Hernández.



Coordinar, enseñar y aprender, salir a la calle con sus estudiantes y volver siempre a su familia: esa es la vida de la profesora Yolanda López.

Rubí tiene una flor roja en sus manos. Se acerca al salón, algo tímida, muy feliz, llama a la puerta y espera a que la profesora, al otro lado, termine su conversación en el teléfono.
“A mí me gustan mucho las rosas —dice mientras repara en el tallo de la rosa que está por entregar—. Por eso le regalo esta: porque usted me ha ayudado mucho”.
Yolanda, la profesora, todavía sin saber qué decir, abraza a la estudiante de ojos claros. Emocionada, luego de algunos segundos, comienza a repetir: “Yo no he hecho nada, en serio. Han sido mis estudiantes, mis compañeros; yo solo he sido un puente, una facilitadora de procesos”.
En octubre han llegado toda clase de rosas y felicitaciones para Yolanda Lucía López Arango –Bacterióloga y Laboratorista clínica, magíster en Salud Pública–. En menos de quince días la llamaron para contarle dos noticias: sería reconocida durante la celebración de los cien años del Laboratorio departamental de salud pública y recibiría el Premio a la Extensión 2014 de la Universidad de Antioquia.
Ella, una mujer de cuerpo pequeño, eterna aprendiz, de sonrisas grandes y profundas, solo acató a repetirles a todos: “Pero si yo no he hecho nada: soy solo un puente”. 

Los caminos

Yolanda quería ser profesora de matemáticas, pero su mamá no estuvo de acuerdo con la idea: los profesores tenían que hacer un año rural y recién había muerto su esposo. No sabía en ese entonces doña Flor Arango que, a cambio, tendría una hija que durante once años viajaría por todo el departamento mientras detectaba y capturaba en sus manos toda clase mosquitos y garrapatas.
La bacteriología fue más una decisión de la vida, que de la propia Yolanda. Ya había comenzado a estudiar Administración de empresas, cuando leyó Bacteriología y Laboratorio clínico en alguno de los volantes del Colegio Mayor. No sabía qué era nada de eso, pero le interesaba la salud. Cuando supo que los bacteriólogos no tenían que estudiar con cadáveres –asunto que le preocupaba–, eligió la carrera: “Menos mal la vida terminó llevándome por los caminos de la salud, el control y la prevención”.  
Fue buena estudiante, siempre, pero solo entendió y se enamoró de la Bacteriología cuando empezó la práctica en el Laboratorio Departamental de Salud Pública. Es decir, cuando detrás del parásito del paludismo, por ejemplo, pudo ver los problemas higiénicos y sanitarios de comunidades que estaban en el olvido: “En el Laboratorio aprendí que los determinantes de la salud son muy diferentes, que la gente se enferma diferente según sus condiciones de vida. Íbamos a las zonas donde se criaban los mosquitos, los recolectábamos, los llevábamos al laboratorio y le enseñábamos a la comunidad cómo identificarlos, cuál era su ciclo de vida y cuáles eran las medidas de prevención en casa”.
Jovencita, recién graduada, hizo parte del primer Laboratorio de Entomología de Antioquia y comprendió que solo en el terreno podía ser estudiada la salud pública. Once años después, cuando el Laboratorio empezó a desmantelarse por la Ley 100, decidió irse. Fue cuando se vinculó a la Universidad de Antioquia: primero en un proyecto de vigilancia epidemiológica, luego como docente de la Escuela de Microbiología y, finalmente, docente del Grupo de Desarrollo Académico de Salud y Ambiente de la Facultad Nacional de Salud Pública.

La vida en la U

Apenas entró a la Universidad de Antioquia, el 30 de enero de 2000, cogió alas. Tenía dos cosas claras: a los estudiantes había que llevarlos a recorrer su ciudad y había que hablar de salud ambiental en la carrera del bacteriólogo. Eso hizo: “Hago lo que me enseñaron a mí: ir con los estudiantes a cárceles, a los barrios, estudiar con ellos los programas de salud de los hospitales. Yo tengo que enseñar la salud pública real, la del contexto”.
A sus estudiantes les ha enseñado a volver. Por eso más que investigaciones, acompaña procesos: desde 2012 y por iniciativa de uno de sus estudiantes, Juan Carlos Tabares, participa en un proyecto de educación ambiental en el manejo seguro de plaguicidas y otros agroquímicos por campesinos agricultores en Marinilla. Pasó algunos años estudiando con otras jovencitas la situación de los recolectores de basura en nueve corregimientos del Área Metropolitana. “Yo siempre me voy con ellos, yo no soy capaz de quedarme sentada en una oficina”, concluye Yolanda.
Pareciera, lo comentan sus compañeros, que siempre tiene que estar moviéndose en dos o más líneas: “Es muy proactiva, hasta hiperactiva, tiene la capacidad de manejar varias cosas en la mente y que nada se le olvide, con el mismo compromiso”, dice Mauricio Londoño, compañero de trabajo.
Hogareña y muy religiosa, Yolanda suele estar acompañada durante los fines de semana por toda su familia. La tarde del ocho de octubre, mientras reconocían su trabajo de una década por la extensión en la Facultad Nacional de Salud Pública, ella se repetía: “He sido solo un puente”.   
Uno muy sólido, en cualquier caso. 

(Revista Frutos, Vicerrectoría de Extensión UdeA, 2014)


jueves, 5 de febrero de 2015

El arte de buscar

*Un perfilcito para Eafit y Ruta N. 

Sentados a la hora del refrigerio, todos voltean a ver a la misma jovencita morena de ojos negros que tiene el pelo recogido en una trenza gruesa; un muchacho alto, mono, la sentencia: “Jessica, usted; explique usted”. Ella lo duda, mira a Jimena, la tallerista, y se decide: “Podríamos aprovechar los parques de nuestros barrios si tuvieran mejor iluminación, por eso nos dimos a la tarea de hacer un parque que funciona con luz negra y de colores fluorescentes. Así va a llamar la atención del público y va a ser frecuentado”.

Mira fijamente a su entrevistadora.
—La idea es que todo brille en el parque; vamos a tener un árbol de luz y una fuente con agua tónica. Si todo está iluminado, van a ser más difíciles los robos y el consumo de drogas.
—¿Y vos sos la vocera oficial del proyecto?
Se carcajea y asiente.
—Cada uno es una ficha fundamental en el rompecabezas; estamos muy apachurraos, hoy terminamos.
—¿Cómo te llamás?
—Jessica Marín Torres.

Jessica investigadora

A comienzos del 2014, Jessica estudiaba en el Alfredo Cock en Castilla. El día que su profesor entregó los retos de Ingeniería N, Jessica no fue a clase; la vida se le había empezado a complicar. No importó, al día siguiente, pidió el suyo. ¿Qué es ingeniería? “Imaginar, crear, construir cosas nuevas”, respondió. ¿Qué problema te gustaría resolver? Pensó en muchos: en las calles rotas, en las fronteras invisibles, en los conflictos que veía cada fin de semana en el barrio. “Al final escribí acerca de la cimentación. En Japón las casas se construyen sobre una estructura que las hace balancear cuando hay terremotos; la casa se mueve, pero no se cae”. Leyó y hasta escribió acerca del famoso caso del edificio Space.

Un par de días después recibió un correo en el que le notificaban que hacía parte del grupo 9, calendario B. Al primer taller teníamos que llevar algo que nos representara innovación. Yo llevé un ladrillito y un dibujo de las islas de Dubái. Son fantásticas: esas islas son sintéticas, fueron construidas por los árabes debajo del mar y tienen un edificio en forma de vela”, cuenta Jessica.

A Jessica le gusta pintar y regalar sus dibujos, no le va muy bien en matemáticas y tiene una pésima memoria. Le gustaría estudiar medicina, pero no sería capaz de vacunar un bebé, por ejemplo. También le apasionan la biología y la historia, y en cualquier caso no quiere ser profesora. Últimamente, después de la visita a los laboratorios de la Universidad Eafit, ha tenido “la loca idea” de ser ingeniera de diseño.

—En estos proyectos uno se da cuenta de que es muy pobre en información, por eso yo quiero saber, conocer, ver más.

En Ingeniería N descubrió un par de capacidades de las que no tenía idea: que podía hablar en público y que podía liderar un proyecto de ingeniería. De todos los talleres, disfrutó especialmente dos: el primero, cuando debían recorrer sus barrios y encontrar una problemática, “éramos como detectives investigando”; el segundo, cuando soldaron los ledes para hacer la maqueta del parque. “Me gusta lo que hacemos. Todos los días es algo nuevo, y se va uno con la curiosidad, con ganas de volver”.

Jessica mamá

Los ojos de Isabella son los mismos que los de su mamá: grandes y oscuros. Jessica es capaz de reconocer el llanto de su hija, de dieciséis meses, a kilómetros de distancia. Sabe cuándo quiere tete, cuándo va a llorar, sabe lo que mira y lo que no.

—Ellos tienen la capacidad de aprender a escribir con las dos manos si uno les enseña desde pequeñitos. Ella ya tiene cuaderno de la guardería, ¿cierto, hija?  

Jessica vive un par de cuadras más arriba del Centro Cultural Moravia, en compañía de su mamá, Nora, y de Isabella. El hombre de la casa es Tomás, un perro pequeñito y mono que le regalaron a Jessica en su cumpleaños número 12.

—Mira cómo quedaste de sexy con ese vestido, hija.

A los 15 años cuando se convirtió en mamá, Jessica asumió la vida como mejor pudo: dejó de estudiar dos años, se fue a vivir con su novio, se dedicó a la niña y al hogar. Convencida de que la vida no terminaba como mamá, reanudó el colegio, octavo grado, pero a mediados del año no pudo más y regresó a vivir con su mamá. Toda la vida se le volvió a revolcar; del Alfredo Cock, pasó a estudiar en la jornada nocturna de la Institución Educativa Francisco Miranda: “Era mejor cambiar de colegio, y como no tenía quién me la cuidara porque ella es muy apegada a mí, llora desde que me voy hasta que llego, me tuve que meter por las noches”.

En esos cambios llegó otra gran encrucijada, ¿cómo seguir en Ingeniería N? “Ella se sentía muy agobiada, con mucho peso. Quería ir a los talleres, pero no podía, quería ir al colegio, a la universidad, pero sentía que no podía pensar en esas cosas”, comenta Jimena Córdoba, tallerista.

Después de varias conversaciones, con el compromiso y la compañía de su mamá Jessica siguió con los talleres, solo que ya no iba hasta el colegio en Castilla, donde los recogía el bus que los llevaba hasta Eafit, sino que llegaba en metro: “Yo aquí tengo que aprovechar al máximo el tiempo, porque podría estar con la niña o haciendo las tareas de la noche”, dice. Doña Nora agrega: “Hay que aprovechar lo que esté al alcance, desde niña ha tenido talento para muchas cosas, se me atrasó mucho con la bebé, pero nunca es tarde para volver”.

Justo en uno de esos talleres a los que no pudo asistir, sus compañeros la eligieron como la compañera que más admiraban: “Cuando sea grande quiero ser como ella, que es capaz de hacer malabares, de manejar muchas cosas al tiempo: la adolescencia, la maternidad y seguir dispuesta a aprender, a ver lo bello del mundo”, cuenta Sara López, su tallerista.

El último día de Ingeniería N, en un cuarto oscuro, al finalizar la exposición de Natuled, el parque de colores fluorescentes que hizo con su grupo, Jessica repetía: “Algún día lo haremos”.

Lo que sea que estudie Jessica, será una decisión milimétricamente bien calculada.