lunes, 28 de octubre de 2013

HISTORIA DE UNA PASIÓN: DARÍO JARAMILLO AGUDELO O EL ETERNO APRENDIZ

Hubiese sido de ida y vuelta, más al ataque que a la defensa, creativo, comprometido. Hubiese sido, además, solo rojo. Hubiese sido Darío Jaramillo Agudelo, puntero derecho del Deportivo Independiente Medellín. Pero entonces y porque el destino es destino acabó siendo lo que tenía que ser: escritor. Poeta, por encima de todo.




Va por la sombrita.
Sin hacer ningún ruido. Silencioso. Anónimo –aunque no tanto como quisiera–. Discreto. De pronto escribe un verso, quizás el mejor verso de amor de las letras de su país. De pronto una carta, extensa y confesional, sobre las circunstancias ineludibles de las que se vale la muerte. O muchas cartas o un diario. Lo que sea, pero algo íntimo, que devele a un hombre solo. Silencioso.

Va por la sombrita.
Acechando. Siendo la voz que no tienen los enamorados. Porque el amor es una enfermedad pre verbal que no encuentra palabras, que tampoco las necesita, pero le hacen bien. Entonces está la poesía. Religioso, cree en la trascendencia, en una zona misteriosa de la vida que no está resuelta y que tiene que ver con otros niveles de persuasión. Obsesivo. Tanto, tanto, que es versátil: puede tener tres obsesiones al tiempo.
Alguna vez, en Venezuela, una amiga se apresuró a responder, con un juego de palabras que todavía lo divierten a mares, la muy indiscreta pregunta de si era huraño: “Huraño no, hur-siglo, hur-milenio”. Porque Darío Jaramillo Agudelo prefiere irse por la vida así: por la sombrita. Sin espavientos. Sin acosos. 

Aún así, Darío es un autor para el amor. Al que uno le entrega miles de secretos en tanto está leyendo los suyos.
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Hace muchos años no va al pueblo, quizás porque no vive en Medellín, porque sus abuelos no están vivos o porque la última vez –cuando intentó recorrer los sitios en los que creció– vio que Santa Rosa de Osos ya no estaba sino en su memoria: “Todos los sitios eran completamente distintos de cómo me sucedieron a mí: yo vivía en una casa con un jardín atrás, que se juntaba con otros jardines, y ahora son calles. El recuerdo está borrado”. Hasta el último día de 1954, Darío vivió en Santa Rosa de Osos, un pueblito al norte del departamento de Antioquia. Tenía siete años.

Entonces –hijo único, con papá y mamá– llegó a Medellín. Estudió en el colegio San Ignacio Loyola, del que aún guarda muy buenos amigos y recuerdos; escenario que inspiró su novela La voz interior en la que es evidente que el personaje estudió en un colegio de curas. Sin que nada de lo que diga haya ocurrido, se trató de escoger una situación y crear otros acontecimientos dentro del escenario que Darío conoció y en el que cualquier cosa que estuviera relacionada con la sexualidad era pecado mortal.

Fue precisamente su padre, Alonso Jaramillo, quien le enseñó las grandes pasiones de su vida: la lectura y el Deportivo Independiente Medellín. Desde pequeño, lector apasionado de literatura por muchas razones: hijo único, confinado en el centro de una ciudad, con muchos libros en casa y un padre dispuesto a mostrarle las enciclopedias, diccionarios y antologías de poesía que coleccionaba. Lo primero que descubrió Darío era que le gustaba mirar los libros, embeberse en ilustraciones; luego encontró los placeres de la lectura: el silencio, su favorito; el olvido, uno nada despreciable porque “el único tiem­po válido es el tiempo en que transcurre la narración”. Después tuvo la necesidad de escribir, también muy joven, de ordenar lo que estaba pasando por su vida.

No recuerda su primer poema, pero debe tener alguna de las fechas durante de la adolescencia. Poemas que escribió en cuarto de bachillerato, a los 16 años. Tampoco recitaba. Eran los tiempos de jugar bien al fútbol, a nadie le importaba la poesía, que te la tomaras en serio o no, importaba mover bien la pelota. Y Darío lo hacía más o menos bien. No era una estrella, pero jugaba con entusiasmo en su punta derecha. Al ataque. Cuando llegó a la universidad, durante los sesenta, la poesía era considerada un desvarío de burgués. Lo que importaba era ser militante, de la izquierda como “ese montón de tipos que ahora son gerentes de bancos, empresarios o que están en la cárcel, pero no por revolucionarios sino por ladrones”.

Lo primero que quiso ser fue ingeniero civil. Había pasado ya a la Facultad de Minas de la Universidad Nacional, cuando supo que lo que realmente quería era irse de la casa. Tenía 18 años y empezó a buscar las carreras que solo pudieran estudiarse en Bogotá. Y encontró una: Derecho y Economía al tiempo, en la Universidad Javeriana. Por eso es abogado y economista. No hubo problema en casa, sus padres fueron generosos y le patrocinaron el viaje y la carrera en la capital. Esto es un asunto serio. Lo único que quería Darío era estar a su propia voluntad en otra parte, “sin que me vigilaran tanto”. No quería seguir siendo hijo único, en una familia pequeña y cerrada, era mejor salir sin importar la pasión que despertara o no la economía y el derecho.
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Nunca tuvo pasión por la carrera ni por el oficio ni por el ambiente, pero lo ejerció. Terminó la carrera, fue profesor en la misma universidad y fue un buen abogado. Aplicado, más bien. A decir verdad hay algo que le acaba faltando siempre a alguien cuando no tiene pasión por lo que hace. Sin embargo y durante años vivió de eso, de su oficina de abogado, de las clases de derecho: “Creo que me aburría mucho, pero mi salvación estaba en los libros para leer y escribir. Uno no escribe por otra razón –en mi caso– que la necesidad de escribir. Nunca ha importado lo que esté haciendo o no, escribir es una forma de pensar: para que el pensamiento funcione tiene que pasar por aquí y aquí –señala su cabeza y su mano derecha–. Rodar”.

Hasta que llegó un golpe de suerte que en comienzo tenía la mismísima cara de la tragedia. Su padre lo llamó para ser aprendiz de comerciante en el negocio familiar –Almacenes El Mar, en pleno centro de Medellín–. A fin de cuentas era tiempo de que Darío supiera de su propio negocio. Así que regresó y dejó su oficina de abogado. En esas estaba cuando se presentó la oportunidad –de una forma muy extraña, pero muy real– de volver a Bogotá.

Al segundo mes de Darío en Medellín, un día cualquiera, lo llamó el presidente –Belisario Betancur– para que se encargara de toda la actividad cultural en el Banco de la República. Como a las seis de la mañana. Tan temprano y tan raro, que él pensó que era algún amigo tomándole el pelo. Pero no, era el mismísimo presidente. Ese trabajo que aceptó de unas buena vez por todas, sin pensarlo mucho, lo salvó del derecho y el comercio. Desde esa oportunidad solo decía que era abogado para meterle miedo a la gente en su nuevo mundo de administración y gerencia: “Cuando pasé al teléfono me dijo: “Usted me ha dicho que no dos veces, no me puede decir que no la tercera. Lo necesito hoy para que almorcemos: quiero que sea el subgerente cultural del Banco de la República”. Me quedé aterrado y colgué el teléfono. Llamé al amigo mío que estaba al frente de la subgerencia y me dijo que era verdad, que me estaban ofreciendo el trabajo porque él se iba”.

Al comienzo del gobierno, el presidente ya le había propuesto a Darío que trabajara con él, pero los asuntos pendientes habían hecho que no aceptara. Él conocía a Belisario, pero no eran amigos. Ambos escribían versos y el padre de Darío conocía al político desde muy joven, en los años cuarenta, cuando vivía en Medellín. Y por eso, o por lo que sea que aún no entiende, lo llamó y él salió corriendo para Bogotá: “Cogí un avión en el Olaya Herrera, almorcé ese mismo día con el presidente, firmé contrato y me quedé en el Banco de la República hasta que me jubilé. Hace cinco años”.

Todo esto fue en el 85. Después de Ohhh y La muerte de Alec, y de muchos poemas por los que el nombre, el talante y la disciplina de Darío ya era conocido. Abandonó, por fin, el derecho, y la subgerencia fue la oportunidad de trabajar en “cosas gratas”: bibliotecas, colecciones de arte, música, museos. Con excelentes profesionales: “Era raro. A los gerentes les dicen que hay que empujar y motivar a la gente, pero yo tenía que atajarlos. En este trabajo todo el mundo es lleno de entusiasmo, mística profesional, dedicada. Por eso toca atajarlos: “Miren que no alcanza la plata, que no puede hacer tanto””.

Incrédulo, Darío pensó que no iba a durar mucho en la subgerencia. Tanto que al volver a Bogotá y empezar el trabajo, se hospedó en un hotel. Total –pensaba– al gobierno de Belisario no le quedaba mucho tiempo y el próximo presidente tendría su propio subgerente: “Me quedé en el hotel 20 años, mientras trabajé en el Banco. Cuando me jubilé, me fui del hotel. Sabía que el respeto y el poder que uno tiene por esos cargos son prestados y cuando se acabó, pues pagué la cuenta y me fui”.
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Pero antes de los ochenta, en los setenta, Darío publicó su primer libro. En compañía de Álvaro Miranda, Henry Luque Muñoz, Elkin Restrepo y Juan Gustavo Cobo –que era, además, el editor innato de los cinco, director de Concultura y de la Revista Eco– le dieron vida a Ohhh, una serie de poemas de todos. Juan Gustavo convocó y Darío fue el puente entre los poetas de Medellín y los de Bogotá. Como por ese tiempo no había editoriales, la edición salió de sus bolsillos. Entre cinco la cosa salió de lo más barata, en la imprenta de Jhon Álvarez. Elkin consiguió la portada con María Elena Vélez.

Entonces y por la manía de la humanidad de bautizar todo, a los cinco y a otros poetas más los llamaron “La generación sin nombre”: “Cobo publicaba, en revistas y periódicos, antologías y antologías. En esa época publicó a más de cincuenta poetas, muchos de ellos, por ejemplo, no volvieron a ser poetas. Eso pasa siempre. Ser poeta cuando uno tiene veinte años es más fácil que cuando uno tiene más de treinta. Por lo mismo, un periodista y poeta de El Tiempo, publicó otra antología con el nombre de Una generación en búsqueda de su nombre. Ahí salió lo de “Una generación sin nombre”. Después la bautizaron de muchas formas, pero nosotros no éramos un grupo. No por lo menos como los nadaístas que se reunían en el Café Miami todos los días o en sus casas. Nosotros no, nos conocíamos, había un cierto interés por la poesía, pero no teníamos un sitio de reunión, ni éramos amigos. Y ni siquiera era el mismo interés. La coincidencia era tener la misma edad, no el mismo estilo ni la misma concepción de la poesía. Era gente muy distinta, haciendo cosas muy distintas”.

Con menos de 24 años. Todos poetas jóvenes con una actitud distinta hacia la poesía. Más intelectuales. Más ausentes. Algo más cotidiano, una voz íntima, cercana, a comienzos de los setenta. Muy diferente a los nadaístas: “Los nadaístas se disfrazaban de chicos rebeldes y malos, pero era mentira. Era gente clase media, tratando de asustar a las tías. Y todos terminaron de columnistas de El Tiempo o de publicistas, porque toda su pose era un poco su forma de venderse”. La de ellos, los nadaístas, había sido una época para el antagonismo. Para estos poetas era tiempo de trabajar por y para la poesía. Claro que toda regla tiene su excepción, y para Darío el menos nadaísta de los nadaístas es Jaime Jaramillo Escobar. El más invisible. El poeta al que todos admiran. Para ser amigo de Jaime tardó treinta años, después de casi veinte de devoción: “Nosotros somos más cuadriculados. Yo soy puntual, disciplinado; Elkin Restrepo, por ejemplo, es un buen padre, un buen abuelo y un señor aplicado que se mete a clases de dibujo. Somos de otra idea”.

Una generación productiva, que dedicó su vida a escribir, a pintar, a leer. A la literatura o a la poesía. Pero todo en silencio.
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“Hay cosas que parecen disciplina y no lo son. Es decir, yo trabajé en el Banco de la República muchísimos años y en ese intervalo escribí poemas y novelas porque me encerraba los fines de semana a escribir. Me ponía la pijama el viernes por la tarde y me levantaba el lunes por la mañana. Pero no era por disciplina, era por gusto; si me hubiera gustado más el golf o los toros, pues todo sería muy distinto. Cuando a uno le interesa algo, le apasiona, no lo hace por disciplina sino por necesidad”.

Escribir y leer han sido desde siempre las pasiones de Darío Jaramillo. Pasiones divertidas y rigurosas, que sacan lo mejor y lo peor de él, que le exigen. Con las que ha convivido de todas las formas posibles. Es difícil encontrara a alguien que escriba tan bien en verso y prosa, que resalte en ambos campos. En todo caso y como diría Ricardo Piglia, “un cuento siempre desarrolla dos historias”. Así como el cuento de la vida de Darío Jaramillo Agudelo. Dos vías, la poesía y la novela, pero lo que le interesa a él es generar emoción poética.

El proceso de escritura, en ambos casos, es muy distinto. El verso lo ronda y lo ronda por días y meses hasta que Darío lo escribe en su libreta y sale el poema. Queda ahí. La idea es que pasen años, olvidar el verso, y volver de pronto, cualquier día al poema. En general no sobrevive ninguno, pero cuando alguno lo hace le sigue trabajando: “es un proceso lento y arbitrario, de días de impulso o inspiración. Una cosa del azar que uno no decide”. O también le pasa que lo atacan temas. Por ejemplo los gatos: un año entero escribe sobre los gatos hasta que los sepulta. Un par de años más tarde los lee, saca los que valen la pena, los vuelve a corregir, obsesivo, y los guarda otro rato. Así, así, hasta que los cree listos y decide que es tiempo de que su editor, Manuel Borrás, los lea.

La relación con Manuel Borrás, su editor, comenzó hace 20 años. Durante un premio en Caracas para el que ambos fueron jurados. Manuel era –todavía– el director de la Editorial Pretextos, y de desconocidos pasaron a ser muy buenos amigos. La afinidad que dan las discusiones. Pero Manuel no había leído nada de Darío y temía que los textos no le gustaran tanto como la persona. En el mismo sentido, Darío tenía tanto miedo de que no le gusta su prosa que se fue de Caracas y le dejó un libro suyo en un casillero. Sin más, se perdió. Lo que siguió en la historia fue la propuesta de la editorial para hacer una antología de poemas y como la cosa funcionó tan bien Darío renunció a sus demás editoriales, a excepción del Fondo de Cultura Económico.

Con las novelas le sucede otro asunto. Uno al que Vargas Llosa llamó “magma”. El escritor suelta todo lo que hay, piensa en el qué, no el cómo, escribe y escribe, y quedan unas tantísimas páginas que guarda en una gaveta hasta olvidar. Otra vez hasta olvidar. De una manera que el que vuelva a esas páginas sea un Darío distinto, un enemigo, que tenga la labor de descartar y corregir. Por eso las primeras versiones de sus poemas y novelas las escribe a mano y luego las transcribe en el computador para efectos del “cómo”. Entonces guarda, corrige, vuelve, guarda, saca, corrige por años hasta que se aburre: “Es muy obsesivo. No hay un punto en el que uno quede satisfecho, no. Es, más bien, saturado. En ese momento se la doy a leer a alguno de mis amigos, según la trama de la novela tengo lectores –no propiamente escritores– que me dicen si les gusta o no, y después a Manuel”.

Cartas cruzadas y La voz interior han sido siete u ocho años de trabajo de Darío. Las demás novelas y libros han durado engavetadas tres años como mínimo. Todo este trabajo no es producto de la disciplina, sino del gusto. Darío es disciplinado para otras cosas, para ser puntual y no robarle el tiempo a otros, no para escribir.

Darío es de ejercicios constantes de estilo. Cuando escribió La muerte de Alec, y como quería que fuera una narración seca, sin concesiones ni metáforas ni golpes de imaginación, también escribió Guía para viajeros, un libro raro, excéntrico, una especie de álbum de chocolatinas. Porque obviamente mientras editaba y corregía la primera se le ocurrían una serie de travesuras y juegos que anotaba en otro cuaderno. Durante la convalecencia por su pierna, en las visitas de sus amigos, sacaba el cuaderno y les leía a sus amigos la vida de los morgualos, los hupilas o los ríspidos. Hasta que un día Juan Luis Mejía, de la editorial Planeta, le propuso sacar el libro con ilustraciones y lo que en principio fue un subproducto acabó en libro.

También ha trabajado en muchas y diversas antologías. La primera fue Antología de lecturas amenas, un encargo de Carmen Vargas, quien en ese momento trabajaba en Editorial La rosa, y quien le pidió una serie de textos colombianos entretenidos. De ahí siguió una de versos, y otras más que también tuvieron mucho que ver con el trabajo en aquel momento de Darío en el fomento de la lectura. La última antología y más reciente trabajo fue la de crónicas latinoamericanas. Ya alguna vez, cuando salió el primer libro de Germán Castro Caycedo, Darío lo había reseñado en la Revista Eco como literatura, no periodismo. Por lo que aceptó gustoso y ahora entre risas dice que ha sido el hombre que más crónicas ha leído en su vida. Quedó fascinado con el género, con las súper estrellas del momento –Leila Guerriero, Alberto salcedo ramos, Martín Caparrós, Pedro Lemebel y Julio Villanueva Chang– y con la generación que viene de relevo.
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 “A finales del 54 o comienzos del 55, mi papá me llevó a ver fútbol. Entonces vi a un tipo de bigotes que cogía ese balón y lo ponía donde quería. Era magia, una epifanía. Era José Manuel Moreno, el jugador y técnico al tiempo del Deportivo Independiente Medellín. Yo quedé teñido de rojo. Además me encantaba el uniforme. Después me llevó a fútbol un tío, Luis Eduardo Agudelo, hincha de Nacional, y trató de hacerme hincha, pero yo ya estaba firme. Años después, muchísimos, llevé a fútbol a un niño de una amiga mía y traté de hacerlo hincha del Medellín, pero… Hincha de Nacional. Maldito, fue como una venganza”.

Además de leer y escribir, a Darío le gusta escribir y leer. Mirar por la ventana, mirar el techo, ver fútbol y béisbol por televisión. La última vez que fue a cine se quedó dormido, empezó a roncar y los amigos con los que iba juraron no volverlo a llevar. Así que este siglo no ha ido a cine. Leer es lo que más le gusta hacer en verdad. Procura, y es su vocación desde hace veinte años, leer novelas muy viejas, del siglo XIX. Como la de este momento, La capital de José María Queirós. Cuando no le gusta un libro, no lo termina. Lee por placer. Escribe por placer. La idea de sufrimiento no cabe en ninguna de sus dos pasiones.

“Escribir es un placer, una dicha exigente. Aquí ocurre una ley física: a medida que uno le mete más a un texto, el texto mejora, se nota y pide más. Es una delicia ver que algo me está funcionando, que una frase sí dice lo que pasó; es placentero, no torturante. El que piense que escribir es sufrir que se compre un látigo y se pegue zurriagazos en la espalda. Cuando yo dejé de fumar hace siete años, tres meses, dos semanas, cinco días y tres horas –claro que no me hace falta–, un médico me dijo que lo primero que me iba a pasar es que me iba a bloquear. “Vas a estar tan neurótico que no vas a poder escribir, y eso te va a pasar durante seis meses”. No era verdad, me pasó durante un año. Entonces lo que hice fue no escribir. Porque mi relación con la escritura es de necesidad. Si no existe la necesidad, no escribo”.

También está quienes dicen que escribir es un oficio gris, que procura: “Todo lo contrario, lo que es gris es la gente –dice entre carcajadas–. Es muy paradójico, Eliana, uno escribe porque lo necesita, para estar solo, porque le gusta el silencio. Pero cuando comete, no sé si la barrabasada de publicar, puede pasar que comiencen a llamarlo para hablar en público de lo que hace, que es totalmente contradictorio a la razón por la que uno escribe que fue para estar solo. Termina uno teniendo una cierta vida pública que nunca quiso y que yo procuro restringirla lo máximo”.

Escribir es también un asunto de circunstancias. Mientras viaja no escribe, no necesita escribir, en cambio en Bogotá, en su casa, sí. Hace un par de años, a propósito de una antología que nadie leyó, revisó sus libretas y vio que tenía bastantes poemas sobre fantasmas. Uno de sus temas amados. En eso trabaja ahora, en reunir y escribir más textos sobre fantasmas. Son 25 páginas y no ha parado de corregir y reescribir, si hay un viaje suspende. Puede hacerlo porque los poemas son breves. Cuando se trata de una novela, Darío no acepta viajar: “Tampoco es que me entusiasmen más los paseos que escribir –suelta otra de sus medias carcajadas”.

Le gusta toda la música. Menos el vallenato. De hecho su novela Cartas cruzadas es toda una banda sonora. Le encanta venir a Medellín y escuchar la emisora de la Bolivariana. La música que más oye es la clásica y la música con la que creció: el bolero y el tango. Le interesa tanto la música que no escribe con ella: “Si pongo música para escribir termino oyendo música”.
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¿Y los fantasmas?
La relación de Darío con sus personajes es muy cercana. Aguda. Tanto así, que cuando escribía, Novela con fantasma, un amigo fue a su casa y se aterró: “Todo este espacio está lleno de fantasmas, de apariciones”. Pero la relación es intensa mientras escribe. Después, cuando la novela se imprime, no son sus personajes, son de otros, de los que los leen y viven sus historias. Ahí pierde el interés. Porque cuando una novela se publica ya no le sirve al autor –lo salvó o lo hastió–. Es tiempo de que cure a otros.
“¿Cuál es su fijación con los fantasmas?
No, mía no, de los fantasmas conmigo. Eso se lo tienes que preguntar a los fantasmas. Por todos lados hay fantasmas. Aquí hay fantasmas”.
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Darío tiene una pata en el cementerio.
La historia del accidente es bien conocida. La finca Las Mercedes en Sopó, Cundinamarca, un atentado a Fernando Martínez, arquitecto y dueño de la finca, las seis de la tarde, Darío que se baja a abrir el candado del portón de la finca para regresar a Bogotá, y una carga de metralla que estalla, lo levanta unos diez metros del piso y lo hace desandar el camino. Resultado: le amputan la pierna derecha. La teoría de Darío, trece años después, es que querían espantar a Fernando de su finca para hacer travesuras con sus animales, todos muy valiosos. Pero nunca le ha interesado saber más, le parece que encontrar a quien odiar es un ejercicio bastante tonto.

“Uno cambia de diseño: ya no puedo correr, no puedo ser puntero derecho del Dim –entre otras cosas porque la que me cortaron fue la pata derecha–, voy a otra velocidad. Cosa que me convino, no porque sea una ventaja no ser bípedo, sino porque esa nueva velocidad, más lenta, me puso a pensar más veces las cosas, a observar más, a tener calma. La parte negativa, la física, pues me ocurrió en una etapa de la vida en que no era un joven de veinte años, tenía 42: la edad suficiente para darme cuenta de que podía seguir viviendo, sin volver esto una tragedia”.

Fue curioso. A raíz del incidente se abrió una investigación penal, a Darío lo citó un juez, le hizo preguntas y lo mandaron a Medicina Legal para algunos exámenes. Fue cuando un siquiatra muy joven le dijo, después de entrevistarlo, que quedaba muy preocupado con él. Darío, extrañado, le preguntó por qué y el muchacho le contestó que él no había hecho el duelo de su pierna. Que era necesario que lo hiciera: “Y yo le solté una carcajada: no era cuestión de duelos, la pata ya no estaba, tengo un pie en la tumba y estoy vivo. Cosa que es muy rara que alguien que tenga un pie en la tumba esté vivo. Todavía no he hecho el duelo”.

Tan solo lloró una vez. Después de las muchas cirugías y 14 semanas en un hospital, cuando podían hacerle las fisioterapias. Tenía que aprender a manejar las muletas –no había prótesis aún– y subir y bajar escalas. Muy al principio, rodó por esas escaleritas de laboratorio y de la rabia se puso a llorar. Pero fue la única vez.

Fue el momento de ver cómo se podía defender de sí mismo y sin una pierna; hubo problemas y hubo que aprender a convivir con ellos. Estaba sobre todo el dolor fantasma, “a uno le duele la presa que no está…”. Entonces un amigo le comentó: “Tranquilo hombre, vos caminabas tan feo que a lo mejor ahora caminas mejor”. El ambiente que rodeó el accidente de Darío fue ingenioso. Esos amigos, esos chistes y esa edad le ayudaron. El humor en vez de la tragedia: ““A uno lo puede cambiar cualquier cosa, una luna llena, un bolero o un amor”.
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Borges vino a Medellín antes de ser Borges. Antes de ser la súper estrella. En el año 63, cuando todavía medio veía. Darío había leído El Aleph y llegó al aeropuerto Olaya Herrera con dos amigos más del colegio –a los que convenció o lo convencieron– y esa fue la comisión que recibió a Jorge Luis en Medellín. Esa misma comisión acompañó al escritor argentino al hotel Nutibara y de todo queda una foto: una entre Alfredo Río –un buen amigo de Darío, sicoanalista–, Borges y Darío en un sofá del hotel. También le hubiera gustado conocer a Cortázar, pero después de leer La vuelta al día en ochenta mundos supo que “uno no llama por teléfono a las águilas”.
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“Hay un cuento de Juan Manuel Roca que a mí me parece muy lindo, significativo. Él conoció en Cuba al autor de Guantanamero, y el tipo le dijo a Juan Manuel que él había escrito más de mil canciones y, sin embargo, era el autor de Guantanamero. Eso nos pasa a todos: yo habré escrito qué, unos 150 poemas, y siempre me piden los mismos”.

Que son: “Tu voz por el teléfono”, “Tu lengua”, “Primero está la soledad”. Los mismos. A Darío le suele suceder que llega a un auditorio y alguien se le acerca y le pide algún poema. Y si por esas cosas no lleva el poema, también lo cuenta Jaime Jaramillo en alguna entrevista reciente, no hay problema: la misma persona lo tiene y “uno lee lo que ya está leído por el otro. Uno no es el dueño de esos poemas, son de quien los lee y le sirve para algo”.

También le piden poemas de Esteban, el locutor de radio de Cartas cruzadas. Ese es un juego que le interesa mucho: desdoblarse en un personaje y escribir poemas, no como Darío sino como Esteban o como Sebastián –La voz interior– un juego todavía más interesante porque es alguien que inventa escritores. Todo un juego de barajas, ecuaciones de tercer grado, jugar a escribir como muchos otros: Eso me parece muy divertido, intentar e intentar hacerlo bien. Crear estilos”.

Es que en su casa siempre hubo poesía. Se leía, además. Entonces Darío recuerda a su padre, leyéndole: “Érase una vez un hombre pegado a una nariz… Érase una nariz superlativa”, el poema de Quevedo. Ya de adolescente, tres santos lo rayaron: a los catorce años Alberto Aguirre editó las obras completas de León De Greiff, por la época iba mucho a la librería de Aguirre y él le regaló un ejemplar de esos libros –“Me encantó, yo escribía poemas imitando a León, lo que había leído” –; el otro fue Canto a mí mismo de Walt Whitman en una versión en español que había hecho León también, y Poemas de la ofensa de Jaime Jaramillo Escobar. Esos tres libros fueron la biblia para Darío.

¿Y por qué escribirle a los amores imposibles?
“García Márquez decía que era una enfermedad como el cólera, yo pienso los mismo: uno se contagia o no, es involuntario. Por eso son más los amores desgraciados, que los afortunados. Porque las enfermedades no son razonables, no son controlables. El amor tampoco”.

En cuanto a declaraciones de amor, una de las más bellas la hace Darío en las páginas de Historia de una pasión: “Sé que hubo un día en que supe que era la poesía lo que más me importaba, lo que más me importaría en la vida. La poesía en su sentido más amplio y desaforado, la ebriedad sin tiempo de una boca amada, el aroma de un eucaliptus, el laberinto interno de tu reloj de cuarzo, de tu procesador de datos, un atardecer, un gol, un sorbete de curuba, una voz familiar, Mozart, entender una cosa nueva, una crema de ostras, el galope de un caballo, en fin, tantas cosas que son la poesía en su más amplio sentido. Y luego, también […] la pasión por la poesía en su sentido más restringido, o sea, la capacidad de alucinar con la palabra escrita”.
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¿Quién es Darío Jaramillo para usted?
“No tengo muy claro quién es Darío Jaramillo, cada vez que digo una respuesta, ya no vale la pregunta. No sé muy bien quién soy. En lo que me gusta soy un eterno aprendiz, creo en el oficio que ejerzo ahora, leer y escribir, algo en lo que estoy apenas aprendiendo, sin mucha prisa. No tengo prisa por ni para nada, voy más bien despacio por la vida, con ciertos odios claros. Eso lo define a uno mucho; por ejemplo, no me gustan los olores fuertes, me alteran. La literatura de Darío Jaramillo no me interesa. Me interesa lo que voy a hacer, no lo que he hecho. Eso ya es problema de otros. Que me lean o no, no me interesa mucho”.








jueves, 18 de julio de 2013

Salvador, un hombre de recursos

CINCO DÍAS EN EL CINE
(Agosto 2012)
“Y una vez más, la miseria invitó a las musas”.
Salvador Parra.

Esto es una historia que contar.

“La dirección de arte no es algo inerte, muerto –dice insistentemente Salvador Parra, el maestro, el invitado, el hombre de los recursos–, es una historia que contar”.

Salvador Parra llegó a Medellín con unos 150 años –unos años suyos y los demás arrebatados a otros maestros de la dirección de arte: años en secretos de vida– y se fue con sus 43. Se vació. Se fue liviano. Por primera vez y en 32 horas de taller dejó su legado de veinte años.

Salvador Parra Rosales estudió escultura en la Escuela Nacional de Pintura  y Grabado La Esmeralda en México. Nunca le gustó el fútbol, por eso de niño se aficionó a la electrónica. Tiene un encantador sentido del humor –"Youtube te puede corregir la vida" y es humilde en un oficio de muchos egos. Su primera participación en el cine se dio como escultor en una película de Guillermo del Toro, La invención de cronos, y la primera película que se le ofreció como director de arte fue Los hijos del viento, una historia basada en el libro Corazón de piedra verde, que contaba la relación entre un español y una india y que contaba con una gran cantidad de decorados aztecas. Con la película no pasó mucho, pero fue la primera vez que expuso sus ideas, que resolvió imágenes. Después vinieron muchas más primeras veces: en la dirección de arte cada película es un round nuevo. Salvador ha trabajado en México, Estados Unidos, España y Colombia. Ha sido la mano izquierda de directores como Pedro Almodóvar, Julian Schnabel, Álex de la Iglesia, Luis Estrada, Fernando Trueba y en fin.

Es un eterno estudiante, un eterno profesor.

Un amigo.
Los directores de arte son unos bichos raros: una mezcla de creatividad y practicidad. Agilidad, perfección y orden. Mano dura y flexible. Esto es toda una historia que contar: “De lo único que no vamos a hablar es del presupuesto, pero sí de cómo hacer: porque las películas se pueden hacer”. Los directores de arte resuelven películas. No hay una ciencia exacta que lo explique, pero se trata de ser rigurosamente ingeniosos. De ser unos bichos raros, sin duda.

–Deben estudiar siempre, practicar, enseñar. En eso está su desarrollo como artistas. Somos maestros todo el tiempo –Rodolfo ya me superó, por ejemplo, el sí tiene talento–. Así logramos mantener equipos, porque no nos contratan solos y las películas se hacen de equipos. Esta es una carrera de tiempo, cada película es un reto que me prueba mis capacidades, mi mano izquierda con la gente. Muchos de mis secretos no me los regalaron, los absorbí, los robé. El cine va a la velocidad de la luz por eso las musas nunca nos llegan, hay que salir a atraparlas.

Rodolfo Granados es el escudero: artista plástico, adorador de Pancho Villa, un estudiante, otro maestro en cuatro días y 32 horas de taller. La dirección de arte también se trata de hacer escuela porque a mayores conocimientos, mejores capacidades.

Algunas cuestiones básicas: enamorarse de un arte
La primera vez que Salvador Parra tuvo una motocicleta fue en Medellín. Obsesivo, detallista, práctico como es necesitaba estar en todas las locaciones de Rosario Tijeras –la película que en ese momento rodaba–. Desde ese entonces siempre tiene una: “Necesito estar en toda la película. El cine es perfección y obsesión y la escenografía va más allá de un espacio limitado por paredes, es un universo”.  

Una película redondita no saca en ningún momento al espectador de su silla. El cine es el arte de ser invisible: pasa el tiempo y el espectador no lo nota. Lo mismo debe suceder con la dirección de arte, ese es su gran secreto: ser rigurosamente invisibles, que si en la escena aparece un campamento, el espectador no se pregunte cómo lo construyeron sino que piense que siempre ha estado ahí. Cuando se logra esa autenticidad es que se salva esa frontera del simple oficio al arte. Se necesita de mucho trabajo y compromiso para que el cine sea esa gran experiencia visual en la que los actores están completamente mimetizados con la imagen, en la que todos los elementos son verosímiles y el espectador se deja ir y se va y sueña y viaja por una historia.

Toda escenografía tiene un peso: físico y metafísico. Tiene una explicación. Ningún elemento puede quedar volando, debe contar por qué está donde está. Una escenografía es un rompecabezas en el que poco a poco se van encontrando las piezas: unas se construyen, otras se alquilan. Las películas se pueden hacer.
La dirección de arte en Colombia suele preferir locaciones en vez de estudios, ya sea por cuestiones económicas o desconfianzas por la calidad de la película. El principal riesgo que hay con el trabajo en estudio es que los acabados no se vean verosímiles y la película desmerezca. Lo cierto es que eso depende del diseño y de la recursividad del director de arte: los estudios permiten un control más óptimo de la iluminación, del sonido y del tiempo; se trata de decorar, filmar y desmontar. Toda una magia a la velocidad de la luz.

Un director de arte sobre todo estudia: se actualiza todo el tiempo, pasa de recrear una comuna en Medellín a ambientar el bar más chic en Shangái visto a través del cine en Madrid o una casa manchega con sus recurrentes fantasmas. La dirección de arte es una búsqueda constante, es de soberbios pretender que un director de arte pueda tener un mismo estilo en todas sus películas: “Siempre nos estamos renovando, encontrando el estilo que la historia está pidiendo”.

Las historias son las que piden el estilo. Y en la dirección de arte todo debe contar su propia historia.
Stanley Kubrick fue de esos primeros obsesivos en sus búsquedas que lograron grandes avances para hacer sus películas. Kubrick consiguió, por ejemplo, que en un fondo se movieran unas nubes con un espejo de refracción de 50 por 50 y un proyector: el proyector lanzaba la imagen y la lograba reflejar con el espejo a unos 45 grados del fondo. De esta manera, lo que realmente se estaba viendo en la cámara era al gorila con su fondo y sus nubes en movimiento.

Un director de arte no tiene que ser escultor ni pintor ni arquitecto, pero sí es fundamental que sepa cómo hacer sus decorados. Porque en algún momento tendrá que resolver una página. Está bien, el cine va a la velocidad de la luz y con los días hay más posibilidades de crear toda una película por computadora, pero la gran ventaja de trabajar decorados que sean orgánicos como los de Salvador es que presentan una propuesta. Claro que un ordenador puede hacer maravillas, pero no tiene la magia de ser espontáneo, de contar una historia. Hay infinidad de técnicas para crear decorados, lograr muros, hacer moldes, pero saber elegir la más rápida y económica es lo que hace a un director de arte bueno. Lo que a Salvador más le gusta de sus decorados son los accidentes: esa pintura que cae y se abre formando algo artificial, pero propio. Algo orgánico.

Mientras el director de arte debe ser los ojos de un director, entender sus miedos, tristezas, fobias y descifrar el futuro de la película, todo su equipo de trabajo se convierte en la mano izquierda de la producción: la que crea, la que es práctica y flexible. A todo este proceso Salvador le llama “Exprimir naranjas”, que quiere decir imaginar la cabeza del director y extraerle cuanto más pueda de ese mundo que apenas es un guion.

A Salvador le gusta más el arte de preparar la película, que el de rodarla. Ese proceso que comienza con la lectura del guion, sigue con una investigación, en el que debe hacer bocetos, conversar con el director, lograr planos y maquetas, elegir locaciones, decidir los colores de los personajes, sus historias. Presentarlos. De hecho, prefiere preparar también carpetas con el vestuario de los actores y su línea de color –no como una competencia para el encargado de vestuario, sino para generar una complicidad–. Las características de los personajes son las que marcan la línea del color de su vestuario. No se trata de una camisa de fuerza, pero sí hay que decidir ciertas reglas de juego que presenten a los actores y sus historias: así, por ejemplo en Volver, Raimunda tenía siempre algo de color morado que hablaba de su alegría, pero también una tristeza misteriosa–; Sole se identificaba con el color ocre porque de algún modo era la alegría, la luz de la familia; mientras que Agustina, una mujer con todo a su alrededor muy limpio, pero terriblemente descompuesto, vestía de gris. El peso de una gran tragedia.
El director de arte presenta a los personajes.
No siempre hay satisfacción con el trabajo, a veces se fracasa: los acabados no se ven industriales o la película se cuenta con tal rigidez que el arte no transpira sino que se convierte en una ilustración: “Lo peor que le puede pasar a un director de arte es que su trabajo sea una ilustración, que para el espectador todo se parezca pero no sea”.  Sin embargo, siempre hay otra oportunidad de volver a empezar y aprender.
El director de arte debe tener control del equipo con el que trabaja, confiar en su justa medida. El director de arte es el eterno profesor de su departamento, el que tiene la información, el que ya imaginó un espacio y sabe cómo debe verlo los demás. Entablar una buena relación con el departamento es llevar más de la mitad de la pelea ganada: “Somos un departamento de muchos egos, unos de los más grandes también y eso a veces se nos olvida. Muchos productores creen que el arte lo puede hacer cualquier amigo gracioso, y qué equivocados están: esto requiere de mucho conocimiento, investigación constante, y de talento para llevar una vuela relación con toda la gente involucrada”.

Alguna vez Salvador trabajó con todo un equipo que era vietnamita. El lenguaje de la relación debieron ser los dibujos, los bocetos, las cartillas. Así que en el control de equipo estuvo el éxito: a final de cuentas, todos somos ciudadanos del mundo.

Y, sobre todo, se trata de defender el trabajo.

En uno de los decorados de Volver, a punto de grabar el director de fotografía gritó: “Salvador Parra ni hoy ni en tu puta vida se te ocurra volver a poner un mueble de formaica en un decorado porque tardo media hora más en iluminar”. Pues Salvador, seguro de su trabajo, contestó: “Pues ni hoy ni en tu puta vida se te ocurra no iluminarme media hora más”.  Pedro Almodóvar sonrió, y el maestro José Luis Alcaine –director de fotografía– y Salvador se hicieron buenos amigos. Un director de arte sabe darle peso a su oficio, valorar el cine y formar a un espectador más exigente.

Las maquetas: un riguroso truco
Hacer maquetas no es un juego de niños: ellas son toda una teoría construida en la inercia, la velocidad y la gravedad. Pero sobre todo en la capacidad que tiene el director de arte para convencer a toda la producción de su utilidad: las maquetas no son económicas y no solo requieren saber de óptica y arquitectura, necesitan de mucho ingenio. Un riguroso ingenio.

Lo primero a tener en cuenta es la locación: no se puede pensar en una maqueta en un espacio inexistente. Luego de tener una magnífica locación –el magnífico no es un adjetivo aleatorio, por supuesto–, el director general elige el plano y el lente que se necesita para ese plano –según lo que se quiera mostrar en la escena y el movimiento de sus actores–. Si el director sabe de óptica dirá que se puede utilizar un lente de 32 o 35 grados, es decir, lentes dentro del rango de los abiertos, lo que significa una distancia hiperfocal corta –buena definición de fondo y poca en los primeros planos– y que la maqueta no va a ser muy grande. Es por esto que también es indispensable la participación del director de fotografía en la selección del plano a utilizar, su principal labor consiste en cuidar la perspectiva atmosférica, es decir, que las texturas funcionen y sean verosímiles. 

Ese lente que se elige para trabajar arroja un ángulo que permite encontrar, a su vez, los grados de amplitud. Los teléfonos inteligentes –iPhone, iPhad– tienen aplicaciones para calcular cómo se deben abrir los ángulos en vertical y horizontal. Después de saber los límites del cuadro, el siguiente paso es marcar la posición que el director vio con su aplicación y medir exactamente la distancia entre la posición de la cámara y la locación. Las maquetas no son perspectivas falsas, son objetos reales sin fugarlos –es decir, realmente se construye el objeto pero no tan grande como es–, así que en verdad existen. Después de tener claro el ángulo que marca el lente, se deben medir todas las distancias y sobre esas medidas se empieza a diseñar la maqueta.

Es fundamental hacer el mismo procedimiento en planta y en alzado porque en perspectiva todas las líneas son paralelas. Es decir, al transportar el edificio del fondo al lente –con base en los ángulos ya estudiados– se va a ir reduciendo proporcionalmente y va a ser una copia exacta a la misma distancia: esto es lo que nos indica el tamaño de la maqueta. Ese tamaño no es una decisión aleatoria, es toda una fórmula matemática, una proyección que tiene que ver con el lente de la cámara y la profundidad de campo.

El trabajo con maquetas obliga a tener foco en la profundidad de campo para poder integrarla a la locación. La que se debe sacar de foco es la maqueta. El gran secreto que Salvador cuenta mientras está convirtiendo algún pasillo de la Universidad de Medellín en un puente de Shangái, es tener un diafragma bastante abierto que permita una mejor profundidad de campo: no solo se trata de ver la maqueta, se tiene que obtener más información y es absolutamente necesario tener un fondo perfectamente definido. Es decir, una historia bien definida. Las maquetas son una cosa evidentemente matemática y proporcionada.

Por último, como la teoría de las maquetas tiene que ver con la inercia, la velocidad y la gravedad, hay una fórmula especial para decidir la velocidad con la que se debe rodar la cámara: la velocidad es igual a la escala real sobre (/) la escala de la maqueta, por 24 cuadros por segundo.

La ventaja de estas maquetas corpóreas es que captan la luz ambiente y como tienen volumen ofrecen un matrimonio maravilloso con el juego de sombras de la locación. Esto mismo hace que tengan una hora exacta para rodar la escena ya que las sombras que proyectan se comportan igual que si el puente existiera. Esas mismas sombras pueden jugar una mala pasada. Si la grabación es de noche, es necesario iluminar muy bien la maqueta para compensar el diafragma. En caso de que la escena también requiera de humos, estos deben ser muy ligeros para que la proporción del humo se mantenga con relación a la maqueta. Esto no es un juego de niños, requiere de muchos ensayos y perfección.

No es que las maquetas sean económicas, pero suelen ser una perfecta y mágica solución en esos casos desesperados en que la producción no puede costear una construcción. La maqueta está hecha para ser colgada porque usualmente la acción ocurre en la parte de abajo, y debe ponerse sobre una plataforma que no se mueva: ni la cámara ni la maqueta deben moverse. Eso sí: entre más movimiento haya en la escena, mejor se vende el truco de la maqueta.

Y no siempre las maquetas son la solución. Hay infinitas formas de resolver una imagen, pero siempre habrá una mejor y cualquier decisión debe tener una explicación. A veces es más pertinente un pueblo hecho de tela que una maqueta como en el caso de La Ley de Herodes. Pero otras veces sí es pertinente crear una garita como la de El Infierno.

La autenticidad de la copia
Érase una vez una película con el bar más chic de Shangái que necesitaba miles de piezas chinas para su decoración. Piezas con acabados auténticos y un bar que pareciera un bar, no un restaurante chino. Entonces Salvador recurrió a una tienda de antigüedades y alquiló unas cuantas piezas, y al cabo de unos días hubo una gran multiplicación de decorados chinos con acabados perfectos.

Los moldes nos acercan a un cine más auténtico. Lo más entrañable de ellos es que permiten obtener acabados exactos de la pieza original y esto garantiza un cine más cercano al de las películas de antes, al perfeccionismo de los grandes maestros.

Lo primero que se necesita es un modelo, que puede ser de yeso. En el caso del taller el material que se utilizó para sacar la copia lo más fiel posible fue la vaselina, pero existe una gran cantidad de desmoldantes útiles según cada superficie: la cera es muy buena para trabajar suelos, madera y obtener impresiones perfectas y finas, la gelatina hace que la resina no invada el objeto, el aceite de automóvil debe ser utilizado en escayolas –y termina afectando el estado del objeto al que se le saca el molde–, el champú funciona muy bien en el yeso y resulta económico. Con el silicón, por su parte, se obtiene un molde flexible y que bien conservado permanece mucho tiempo.

Eso sí: hacer moldes de silicón no es un asunto económico –los de yeso sí lo son–, pero son rentables en la medida que se deban realizar muchas reproducciones en muy poco tiempo.

Un consejo básico para trabajar con el yeso: como este material debe utilizarse muy húmedo, no se trata de humedecerlo de mala manera. El gran secreto consiste en vaciar el yeso sin mover el agua hasta que el material forme una isla. Cuando el agua se sature, el yeso estará listo para ser aplicado en el registro. La idea es no acelerar el proceso de secado del material, que es lo que sucede cuando movemos el agua y el yeso sin cuidado, porque no va a mantener la dureza necesaria para el molde y en cualquier momento se humedece de nuevo.

Una vez preparada la mezcla del material con el que se vaya a trabajar –yeso o silicón–, se aplica el registro. El registro es esa primera capa del material, lo suficientemente denso y tenso, que se utiliza para reproducir el objeto indicado. Esta primera capa registra todos los detalles y las texturas de la pieza.

Después de esa primera capa de registro, se trabaja el siguiente concepto: la matriz. Lo que busca esta matriz es fortalecer la primera capa de registro que es muy delgada, contenerla para que no se rompa y mantener la forma del molde. La matriz puede ser de yeso –significa una capa más gruesa de yeso– o de fibra de vidrio. Una de las ventajas de la fibra de vidrio es que es muy ligera, es decir, se pueden hacer grandes moldes con una dureza impresionante y muy livianos. Además resiste mejor el movimiento. Con el yeso, la matriz es más pesada.

“La fibra es liviana, dura, apestosa. Y sobre todo, fiel”.

El trabajo con la fibra es el siguiente: primero se pone una capa de resina sin fibra, luego una maya o gasa –la resina es muy dura, pero también muy quebradiza, la maya le da resistencia– y la fibra, después más material sobre la maya, otra maya, y más material, y ahí queda el molde. Con tres capas.

Así que, mientras el silicón copia perfectamente el volumen de la reproducción,  la matriz le da la nitidez que se necesita para lograr una impresión exacta. La matriz entonces define el feto, el molde. Es la forma romántica como la define Salvador.

El molde puede tener un color especial: se vierte agua y se agrega color directamente al yeso, es decir, se pigmenta un poco, solo para que manche. Una vez seco el yeso sigue adquiriendo color.

El siguiente concepto en la historia de los moldes son las llaves o los puntos de case. Las llaves aseguran que una vez se cierre el molde va a encajar en la misma posición y que a la hora de desmoldar estará perfecto. Después de haber calculado en cuantas partes se tacelará el molde, se hacen estos puntos de case para cerrar la pieza y vaciar o el yeso o la cera o la resina. El material con el que se cuente. Es recomendable untarle vaselina a la pieza, sobre todo cuando son muchas las piezas a reproducir y antes de aplicar las diferentes capas, también es importante poner plastilina en la pieza para lograr desmoldar correctamente. Así se genera el tacel y se quita la plastilina.


Tacelar es esta forma en que se divide el molde para no comprometer la pieza al momento de sacar la impresión. Cada división se llama tacel. En el caso de la resina es muy importante hacer un buen tacel porque como se trata de un material tan duro puede romperse fácilmente la pieza.

Otra de las ventajas de la fibra de vidrio es que permite perforar la pieza y hacer pequeños orificios alrededor del molde para ajustarlo con tornillos y que la copia sea perfecta. Con tornillos la línea que se genera para el tacel no es muy grande, se puede cerrar bien. Si lo que se va a hacer es un busto, por ejemplo, se puede verter el material y campanearlo para lograr el registro. Es básico sellar muy bien el silicón, poner la matriz, apretar los tornillos y que el campaneo sea uniforme.

En el caso de que el molde que se vaya a sacar sea el de un actor no se debe utilizar por ningún motivo el yeso. Es peligroso, pesado y caliente. Para estos casos se usa el alginato, un material común en la industria odontológica para el registro exacto de dientes. Se trata de un polvo que al hidratarse se convierte en una especie de gelatina con la que se genera la copia. Es un desmoldante que solo sirve para unas cuantas impresiones, luego comienza a perder agua y se echa a perder. Como no es un material tóxico y es de fácil uso es perfecto para sacar el molde de una persona, y luego esa misma pieza puede ser trabajada con yeso sin afectar la integridad del actor. Cuando el molde de una persona se hace con yeso, al poner sellador y más sellador, se calienta de tal manera y adquiere tanto peso que es muy difícil desmoldar y le toca al director de arte –como alguna vez le tocó a Salvador hace muchísimos años– armarse de mucho valor, agarrar un martillo y... rogar por la vida del actor. Es un peligro.

Asimismo se pueden realizar las botellas de breca, esas que botellas que se le parten en la cabeza al actor, pero, obviamente, no lo lastiman. La breca es una resina que no tiene fibra de vidrio. Es necesario que el campaneo sea uniforme para que la resina quede delgada y no lastime –el campaneo es la forma de vaciar el material en el molde.

Las batallas de Salvador, trucos varios
Ni Santa Claus ni el niño dios existen: son los directores de arte. Todo lo que usted vea en una película es obra de ellos: desde esa hermosa luna hasta la simple telaraña.

Salvador participó en la trilogía de películas de Luis Estrada La ley de Herodes, Un mundo maravilloso y El Infierno. Tres muy buenas historias, pero con un escasísimo presupuesto en las que Salvador debió sacar lo mejor y lo más flexible de su repertorio para lograr decorados rápidos, útiles, sencillos y económicos. El cine también es el arte de ganar tiempo.

Trucos, todo se trata de trucos e historias: por ejemplo, las esquinas de los sets no pueden ser derechas porque terminan gritando que son construcciones. Es ideal lograr techos bajos –imitando un poco a Orson Wells–, que den la sensación de un hogar, de intimidad, por ejemplo. Un set tiene que contar algo, qué está pasando y qué pasó. Para trabajar con muros se encuentran los trucos de pintura y textura. Los primeros tienen que ver con la generación de colores sobre ciertas superficies, mientras que los segundos se valen de materiales como el yeso y el acronal para lograr fachadas que cuenten un pasado, una historia.

El silicato es de suprema utilidad con estos trucos: entre cada capa de pintura que se le aplique a una superficie –con diferentes colores– se le añade silicato. Después de utilizar este silicato y forzar el secado, la pintura se filtra, las sales se comienzan a contraer y en ciertos espacios los colores de más abajo se notarán en la superficie. Entre más capas de pintura y silicato, más se mueve la pintura y se logran mejores craquelados. El silicato de sodio engrosa la pintura y como es un retardante del fuego entre más calor, mejores son las posibilidades de obtener descarapelados. Es una técnica para usarse “bestialmente”, en decorados gigantescos.

En otras ocasiones el director de arte se encuentra con un excelente muro para la escena, pero este tiene diferentes texturas y el director lo necesita uniforme. El empapelado al aire es la técnica más sencilla y ágil –como todas las aprendidas en este taller–: primero se cortan lienzos de papel craft lo más derechos posible –en tamaños prácticos, fáciles de manejar–, según la altura del muro. Luego es ideal poner madera en el contorno del muro para pegar los trozos de papel. En el momento de pegarlos, no se debe forzar el papel porque puede generar arrugas y es fundamental pegar solo tres lados –como un corchete [– y que el bordo que quede faltando sea pegado al papel que sigue y no al muro, logrando un matrimonio entre los papeles. El gran secreto en esta técnica es no forzar ni mover el papel. Además es útil y mágico mojar al final el papel: con el agua, el papel se tensa, queda perfecto y como es poroso recibe muy bien la pintura.

El más económico y mágico de los materiales trabajados en el taller fue el pergamanato de sodio. Un polvito con la propiedad de oxidar grandes cantidades de ropa y madera. Cuando a una producción llegan cosas muy nuevas o blancas, se hace necesario dos gramitos de este material y algo de agua –“La preparación se la da cada uno, hay que ir probando porque cada textil es diferente”–, y se vuelve púrpura. Luego se utiliza una fumigadora para contaminar la madera o la tela y lograr un color sepia que funcione bien en el cine.
Y por supuesto, también sirve para lograr efectos de pintura y textura en los muros.

Otros decorados como mármoles o granitos en papel tapiz se generan con esmalte acrílico y agua. Con el esmalte se generan las betas, que son unas manchas de grasa. Los mármoles entre más transparentes, mejor es el resultado. No hay por qué recurrir a la computadora, las impresiones de decorados no tienen ni el brillo ni el volumen y la fuerza de la creación. Una vez terminado el mármol se le aplica sellador vinílico y se pega en la madera. Esto se trata de un mármol en agua, útil en grandes cantidades. De hecho, el baño saturado de sangre de Rosario Tijeras se hizo con esta técnica de marmoleado al agua. Las gotas de esmalte que se utilizan deben ser pocas para lograr mejores betas y con el agua caliente se genera una mayor cantidad de ellas.

Lo ideal es que las betas sean delgadas y vayan en la misma dirección para que generen una mejor sensación de realidad. Al añadir brillo, por supuesto, son más verosímiles. En el momento de hacerlos es importante conocer los colores de la piedra y ver su comportamiento para registrarlos bien. Cada mármol tiene su ciencia y son sobre todo muy recomendables para decorados verticales, aunque también pueden funcionar en escaleras como la decoración que Salvador realizó para la película española Manolete.

El onex, por ejemplo, es una piedra negra con amarillo y betas que se pierden y encuentran entre sí. El mismo mármol se puede bloquear con pedacitos de papel en cualquier forma –círculos, rombos, cuadros– para pintar lo demás, y luego al quitar los pedacitos de papel tener unas baldosas con un clásico diseño.
Si las piezas se van a utilizar como baldosas, una vez terminadas se tiende una cama de tablex –el material más económico–, y sobre esta se clavan con grapas las baldosas.
Ven, ni el Niño Dios ni Santa Claus existen: son los directores de arte que terminan pintando automóviles o avionetas mezclando pintura y leche evaporada. Una mezcla que permite pintar cualquier coche de cualquier color y que luego se caiga con el agua. Casi todo lo pueden crear ellos, los directores arte. Solo les falta saber cómo multiplicar los siempre escasos recursos económicos.

¿Y el presupuesto?
Pues a fin de cuentas sí hay que hablar de él. El presupuesto debe ser un tema fundamental para un director de arte: solo lo que se conoce muy bien y se controla, puede ser utilizado a su favor. El software que utiliza Salvador se llama File Maker y se trata de una base datos que le permite organizar en sus campos los materiales que se van a utilizar en la cinta y su posible precio. En ese primer encuentro con el guion, el director de arte puede organizar sus secuencias y la escenografía que vendría bien. Luego de llenar cada campo, la base de datos realiza búsquedas automáticas que le permiten saber al director de arte cuáles son sus decorados y cuál es su presupuesto base. Es un primer ejercicio que además de generarle certezas al director de arte con su presupuesto, lo puede llevar a encontrar el secreto –la esencia– de la historia.
“Una película nunca puede desmerecer por un asunto tan vil como el dinero”.

Además, un último e invaluable consejo: “Uno tiene que cobrar algo por su trabajo. El cine es un oficio de mucho riesgo”. En el cine nada debe ser gratuito porque es una carrera de tiempo. Salvador estudia muy bien su presupuesto y nunca juega con los sueldos de la gente de su departamento, también obliga a las productoras a pagar almuerzos y transporte porque “si uno pacta estas cosas, los sueldos no se ven tan bajos”.

Después de cuatro días y 32 horas de taller, Salvador se fue. Liviano. Por lo pronto a encontrarse con un reto, una película toda generada por computadora: “Se trata de ver las nuevas tecnologías como herramientas. Son un medio, pero el mejor comando para tener claro una película siempre será un buen guion”. El cine no puede perder su rigor, esa es la cuestión. Antes de partir, un último tiempo final para analizar una propuesta de la ciudad, la película Lola-drones de Barrio Triste Films. Una película de una hermosa poesía, apenas en pañales. “El cine marginal es de los más difíciles de realizar: hay una tentación permanente por caer en el sobre diseño y se complica todavía más la amalgama justa y perfecta que una película debe tener entre realidad y ficción”.

También dejó algunos libros recomendados: Manual de dirección artística cinematográfica de Michael Rizzo, The invisible art y El cine en la era digital. En Salvador hay pasión: no por un oficio, sino por un arte. No es gratuito el apellido de la profesión.
–A un director de arte lo hacen sus alas de vuelo, sus accidentes, sus experiencias. Siempre empezar de cero y terminar resolviendo de la mejor manera una imagen. Me voy más ligero porque siento que hay que descargar el aprendizaje y me emocionó que la primera vez que lo hiciera fuera acá en Medellín. Soy un hombre de recursos, y ahora ustedes también.