*La vida en La Minorista para Universo Centro y su Mapa Centro de Medellín.
jueves, 14 de junio de 2018
Picaíto en La Minorista
El Cholo gambetea como Messi, pero su personalidad es más tipo Cristiano. Estatura media, desgarbado y un copete alto de Johnny Bravo, escoge sus jugadores: se pide a Tomás, el menor, y a Chinga, un mono pálido que limpia parqueaderos. El Cabezón, el Burro, Cristian y la Perris conforman el otro equipo.
El último poeta del Coltejer *
En las escalas, sucias, un hombre de canas y gafas, con un periódico en la mano, le dice a Carlos: “Excúseme, ¿cómo está mi francés?”; lo dice en franchute. Los viejos hablan de poesía y, al otro lado, por Junín, los bancos empiezan a llenarse de las inmensas filas de la tarde. El poeta nació en Remedios, pero se “hizo y deshizo” en Puerto Berrío. Todos los días llega a las nueve o diez de la mañana a las escalas, después de escribir durante dos horas religiosas en una cafetería del Unión. Carga un bolso con algunas de sus veintidós publicaciones, que vende a doce y a quince mil pesos, también ofrece una revista literaria en la que colabora.
—¿Qué negocio están haciendo ustedes? —pregunta algún curioso que se arrima al grupo de hombres.
—¿Nosotros? ¿Negocios? Ese es el término menos utilizado aquí.
Más: http://www.centrodemedellin.co/ArticulosView.aspx?id=276&idArt=277
*Crónica sobre el edificio Coltejer para Universo Centro y su Mapa Centro de Medellín.
*Crónica sobre el edificio Coltejer para Universo Centro y su Mapa Centro de Medellín.
La señora del 630
Todos los días, de cinco y media de la
mañana a siete de la noche, María Dolores recorre la ciudad en su taxi. Abuela
juguetona, lectora voraz, su verdadera pasión la trae hasta en el apellido: la
calle.
Lleva unos quince minutos concentrada en
el crucigrama del periódico. El dios de los vientos, vertical: Eolo. Nobel de Física
y Química, mujer, horizontal: Marie Curie. Revisa su reloj plateado cada dos
minutos. Contesta una llamada y dice que antes de las siete estará en casa. Regresa
a las páginas: abuso, vertical: acoso. Levanta la mirada y reconoce a la desconocida
que la busca. Se acomoda los aretes, plateados, y tuerce la boca para decir soy yo.
—¿Acabaste de llegar? Yo apenas, apenas. Tengo
una prima agonizando desde el viernes. Cáncer de estómago, imagínate. Vámonos
por Las Vegas que la avenida del Poblado debe estar imposible a esta hora. ¿Vos
sos hija de familia? Que si tus papás siguen casados. Como es de bueno ser hija
de familia. Esperate, tengo abierta la puerta mía.
En efecto, es ella. La mujer que conduce un taxi
Hyundai Atos 2008; la del 630. La taxista a la que, a veces, sobre todo en el
suroccidente de Medellín, se le ve resolviendo crucigramas y sudokus en los
semáforos. María Dolores es su nombre: Lola para sus amigas y conocidos, Lolita
para su exmarido, Tía Dolo para sus sobrinos. Son las cinco y media de la
tarde, la ciudad trata de recuperar el aliento después del aguacero y la mujer
continúa en un encabritado monólogo:
—Yo voy al Hueco a comprar telas y mando a
hacer estos vestidos. Toda la vida fui la niña gordita; mi mamá estuvo cinco
años buscándome, y cuando supo que quedó en embarazo se sentó a comer. Entonces
yo decía: cuando adelgace, me voy a comprar unos pantalones. Ve, me hice una
cirugía, pero no fui capaz. ¿Vos cómo hacés toda encerrada ahí? Vámonos para mi
casa. Te tomás una cocacolita light y terminamos esta entrevista.
***
María Dolores Calle Arcila nació hace 67
años en Medellín. Hija de una familia acomodada, su padre fue perito de
tránsito de los años cincuenta y su madre una maestra de escuela que renunció
al oficio apenas se casó y quiso ser madre. La familia, de cuatro hijos, fue
una de las primeras en habitar una casona en Laureles. La mayor, la primera, la
hija consentida fue Lola.
—Mi mamá no era ni ninguna boba, era muy
jodida, muy entendida. Le gustaba mucho leer de historia patria, hacer
crucigramas, no se dejó archivar en conocimientos. Mi papá era muy alcahueta y fumaba
mucho, gran fumador, en ese entonces era el que hacía los exámenes para sacar
el pase. Murió cuando yo tenía dieciocho años.
Estudiante obediente, lectora por gusto,
al finalizar el bachillerato Lola hizo un curso de taquigrafía y técnicas de
oficina. Quiso estudiar medicina, pero nunca pasó a la Universidad de Antioquia.
Entre los conmutadores de Coltepunto, Coltejer, conoció a su esposo, un hombre
veinte años mayor con quien tuvo a Virginia María, su única hija.
—Ese hombre era muy bravo, santandereano,
me puso unos cachos gigantes. Cuando yo me enteré, me separé, y él se murió, ya
no existió más para mí.
Pero ese hombre, muerto ya, alcanzó a regalarle a ella un Pontiac negro, grande
y viejo. Un Pontiac importante para esta historia.
***
El carro respira fuerte y lento; avanzamos
por la avenida Las Vegas a paso moderado. Lola tiene el pelo corto, teñido de
rubio, y unos ojos claros cansados. Bosteza. Lleva puesto un vestido, largo,
estampado de flores, tela gruesa y bolsillos en la cadera.
—Está muy difícil trabajar ahora, la ciudad
tiene muchos traumas, hay tacos hasta de dos horas; no es como hace diez años
que era más fluido, menos obras, más gente pedía el servicio. Y, para colmo,
mañana no salgo. Virginia leyó en internet que esos taxistas revolucionarios
dijeron que iban a comprar bolitas de cristal con caucheras y huevos podridos
para tirarles a los compañeros que trabajen.
Cada vez que puede, Lola saca su mano
izquierda por su ventanilla y hace alguna señal: frene, hay un accidente, siga.
—Nosotros deberíamos tener algún puesto en
el tránsito, nos deberían preguntar qué semáforos hacen falta, qué hacer en
ciertas vueltas…
—¿Qué es lo más difícil de manejar en esta
ciudad?
—Las motos y las bicicletas, porque son
muy imprudentes y groseros. Tras de gordo, hinchados… Hablan mucho de derechos,
pero no practican sus deberes.
***
Con Virginia siendo apenas una niña de
siete años, separada, Lola regresó a la casa de su madre. Desesperada, tenía un
solo impulso en la cabeza: ocuparse. Pero no quiso encerrarse en oficinas ni
volver a los conmutadores, ella buscó otra cosa: la vida afuera.
—Yo no supe ser ama de casa. Cuando niña,
mi mamá y mi tía hacían todo, con mi esposo teníamos empleada, después volví y mi
mamá seguía con la misma contemplación.
Empezó a ir de un lado a otro con sus
amigas en el Pontiac negro, por placer y no por una necesidad económica, en
viajes que Virginia recuerda más como paseos que carreras. Precursora del Uber,
vaya ironía, Lola cobraba lo que sus mismos conocidos le decían que
acostumbraban a pagar. Por aquellos días, empezaba a funcionar el aeropuerto
José María Córdova y ella se convirtió en la conductora oficial de su círculo
de conocidos hasta Rionegro. Alcanzó a transportar al mismísimo Juan Valdez y
al elenco de Montecristo, en días en que la carrera costaba 1 200 pesos.
En esos años, lentos y grises, cambió el
Pontiac por un Renault 4 y luego por un Renault 9. Virginia creció, se hizo
fisioterapista y mamá; sus hermanos se casaron, se divorciaron y tuvieron a sus
sobrinos; su madre enfermó de alzhéimer.
A mediados de 2006, cuando Lola empezaba a
quejarse de que la vida fuera la misma, una amiga, taxista, le propuso que
comprara un taxi, se plantara en la Clínica Las Vegas y saliera a la calle
diario. Vos llevás a la gente y no cogés carrera de venida, decía la amiga,
montate en la idea del taxi, probá, si te gusta seguís, y si no lo vendés.
—Y no me fue tan duro la manejada.
Virginia casi se muere con la idea. ¿Se embobó?, me decía. Yo me embobo si me
quedo en la casa. Virginia es la que me controla con las llamadas, todo el día.
Lola es la única mujer entre los sesenta
hombres del acopio de Las Vegas.
***
De lunes a sábado, la rutina es
inclemente: a las cinco y media recoge su primera clienta, la misma muchacha
que trabaja en un banco hace años. Luego va al acopio de la Clínica y el
siguiente destino es siempre una sorpresa. Casi catorce horas diarias. Trabaja
sábados, días especiales, todo diciembre; solo descansa los domingos, obligada
por su hija. A veces, incluso, transporta pasajeros conocidos al José María
Córdova en la madrugada.
—Uno con los años se vuelve la flor del
trabajo —dice—. Uno quiere sentirse útil. La casa lo anula a uno mucho, vos. En
cambio, en el taxi todo el tiempo estoy aprendiendo, haciendo una ruta mental,
alejando el alzhéimer. ¿Qué tiene que hacer uno en la casa? Viajar a la nevera.
Sin mayores aspavientos, admite que
dirección que no sabe, carrera que no hace. Evita las zonas más periféricas,
las de lomas atestadas de carros, motos, niños y bultos, donde no hay manera de
reversar. Las historias en carretera, Lola las cuenta con aire, con fuerza, con
ganas; las peleas, las anécdotas, las prevenciones son sus hazañas. Hay
usuarios que le preguntan si ella es la patrona del taxi. Otros que hacen malas
caras cuando ven que es mujer. Mujeres que le cuestionan con cierto escándalo:
¿usted vive en Laureles y maneja taxi? Están los que la reconocen por sus
apariciones esporádicas en programas de Teleantioquia. También hay
pretendientes.
—La otra vez un señor se montó y me
preguntó: ¿señora, a usted no le dan mucho trabajo las direcciones? Y yo, que
soy bien prevenida: ¿por qué, señor? ¿Por la edad? Y el pobre: no, es que usted
tiene tipo de holandesa, pero ya veo que habla muy paisa. Otra vez un señor me
miró y dijo: ay, una señora, yo mejor me voy atrás. Y yo: señor, venga, ni
atrás ni adelante, usted está muy estresado con que yo sea mujer, adiós. Y otro
viejito con ruana y alpargatas, ve, si yo tengo mil años, él tenía dos mil. Se
subió y me dijo: señorita, yo soy soltero y a la orden.
—¿Y usted qué le dijo?
—Yo le respondí: No, señor, ¿cómo así que
a la orden? Yo tengo marido y dos niños chiquitos, ¿no me ve trabajando para
sostener esa obligación? —suelta la carcajada—. Ahí espanté ese pretendiente,
con diente de oro y todo…
***
Adentro, en el carro, tiene lo necesario.
Una carpeta con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús y oraciones que le regalan
algunos usuarios, una serie de cedés con sus boleros y tangos favoritos, un
termo con agua, un cepillo para el pelo y una lima para las uñas, un bolígrafo
y una libreta con números.
—Lo primero que hay que hacer en esto es
conseguir un mecánico de cabecera y preguntarle si uno lo puede llamar a
cualquier hora. Ve, este es mi tango favorito —alcanza uno de los cedés de la
parte superior del taxi y empieza a cantar—: El día que me quieras…
—¿Quiso casarse otra vez?
—¡Nunca! Eso no lo hace sino uno una vez
en la vida, querida. ¡Oh libertad que perfumas…! El “yo me mando” es una cosa
muy buena.
Entre carros, motos, volquetas y buses
acelerados avanzamos por la 76 con 33. Lola habla de los libros de Agatha Christie
y de Álvaro Salom Becerra, del microsueño y los accidentes de carretera. De uno
de sus hermanos, Fernando, a quien una moto atropelló y mató a comienzos del
año. De la primera carrera que hizo en el taxi, cuando llevó a sus amigas al
Cementerio Campos de Paz. Regresa a los días en que lidiaba con el alzhéimer de
su madre. Canta: “Voy a perder la cabeza por tu amor”. Y, de pronto, una cuadra
antes de llegar a su casa, después de pasar el segundo parque de Laureles, al
dar la vuelta en la glorieta, otro taxi nos revienta los oídos:
¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! Y Lola, sin pensarlo, le responde a su
colega: ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!
—Maricón —masculla—. Todavía ve que voy a
dar la vuelta y se iba a meter a cerrarme. Yo compro la pelea, mija.
—¿Hasta cuándo todo este
trajín?
—Tres años más, no sé. Si por la edad no
me dan el pase, lo chiveo por ahí, porque yo tengo ganas de seguir.
—¿Qué es lo que le gusta tanto?
—La calle, pero la calle con plata,
querida.
En la puerta de la casa, Virginia espera a
su madre acompañada de sus dos hijas: Sarita, de nueve años, y María del Mar,
de uno. Antes de bajarse del carro, Lola confiesa que, aunque quiere mucho a
sus nietas, no las atiende tanto como quisiera su hija.
—Pero vos no le vayás a decir eso a
Virginia. Vení, entrá.
La casona tiene dos pisos y en el primero
viven Lola, su hija, sus nietas, su yerno y un hermano. En la sala hay apenas
un par de sillones y una mesa, nada de adornos de cristal, pues María del Mar
está en la etapa de romperlo todo. Destroyer, la llaman.
—Esta tarde, un muchacho me preguntó que
si mi mamá era la del 630 y que por qué no se quedaba en la casa —dice
Virginia—. Y yo le respondí: es que a ella no le gusta la casa, le fascina es
la calle, su trabajo. No descansa nada, los domingos porque yo le digo que no,
que la familia dónde queda, que el día que yo me muera qué…
—Pero es que la ley natural de la vida es
que usted me entierre a mí —dice Lola.
—La vida da tantas vueltas.
—A mí me gustaría que fuera al revés: que
mi mamá me entierre a mí —anota Sarita.
Mientras las mujeres hablan, María del Mar
no despega la mirada un par de platos y un vaso que hay en la mesa.
—Yo le he dicho: mami, no más, pero ella
no me hace caso. Que hasta que dios le dé vida, me dice, y yo: no, uno de
ochenta años no puede estar por ahí manejando…
Lola agacha, por primera vez, la mirada
durante este viaje y solloza:
—Ya se me está acortando la edad, parece.
Cambia entonces de tema y le comenta a
Virginia del incidente a la vuelta de la casa:
—Esta chica ya sabe: yo compro pelea.
Las risas retumban en la casa vieja. Más
tarde Lola visitará a aquella prima que lleva días
agonizando en el hospital. Al día siguiente, después de mucho tiempo,
descansará un miércoles.
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