jueves, 18 de junio de 2020

Mientras me levanto


“No quiero volverme automática.
Yo quiero que me salgan plumas nuevas”, Hebe Uhart.

La de ayer fue una de las noches más duras. Mamá nos quería sacar a la calle. Yo, como siempre, traté de entenderla. Ella estaba acostumbrada a vivir sola y ahora tiene que soportar el reguero mío y el de los niños. Anoche le pedí a Dios que me diera fortaleza: “Señor —le dije—, yo estoy aplastada, pero me voy a volver a levantar. Señor —traté de imaginar nuestro futuro—: ¿será que de tanto sufrir la felicidad mía va a ser igual de grande? ¿Será que no voy a caber en ella?

Como cuando era niña y mi abuelito llegaba a la casa después de trabajar en el cementerio. Nosotros saltábamos detrás de él y le gritábamos: papito, papito, ¿nos va a contar historias? Él nos cargaba en las piernas y nos contaba anécdotas de gente que aparecía boca abajo después de ser sepultada y cosas así que nos parecían las más aterradoras del mundo. Éramos una familia feliz. Mi papá había llegado muy joven de Puerto Boyacá a Medellín a pagar servicio militar, y conoció a mi mamá. Se enamoraron y se quedaron viviendo juntos en un ranchito que construyeron detrás de la casa de mis abuelos. Los dos eran muy trabajadores. Papá descargaba bultos en una empresa de alimentos, y mamá cuidaba el hogar. Entonces nacimos nosotros: primero yo, la única mujer, la mayor, y luego mis dos hermanos hombres.

A mí lo que más me gustaba era jugar con las vajillas, más que muñequear, y mi papá era capaz de comprarme todas las vajillas que yo quería. Tuve de todos los colores, los tamaños, y entre platos, cucharas, tenedores y tazas pasaba los días con mis primas. En ese entonces soñábamos con ser ginecobstretas o médicas forenses, porque nos interesaba tanto la vida como la muerte. Luego, en la noche, llegaba papito y nosotros saltábamos buscando cuentos de terror.

No sé si jugábamos tanto que nunca lo notamos o si las peleas y los gritos aparecieron de verdad de un día para otro. Cuando yo cumplí los ocho años, tuve conciencia de ello: papá llegaba después del trabajo a pegarle a mi mamá. Yo nunca vi nada, pero sí escuché muchas palabras. Una noche mi abuelo salió con un machete porque papá iba a matar a golpes a mamá y ahí fue cuando nos abandonó. Mamá, agobiaba y desilusionada, mandó a tumbar nuestra casa, empacó nuestras cosas y nos llevó a vivir a Puerto Boyacá. Todavía no entiendo: ella quería que nos alejáramos de mi papá, pero buscamos refugio al lado de la familia de él. Creo que secretamente quería que él nos fuera a buscar, pero papá nunca lo hizo.

A mamá le costó mucho conseguir un trabajo en ese pueblo y nuestros tíos no tenían cómo ayudarnos. Vivíamos arrimados, y sobrevivíamos a punta de plátano y papaya. A veces mamá conseguía días de trabajo en un restaurante y llegaba con comida en la noche, pero éramos seis o siete niños, contando nuestros primos, atascados en un plato. Ninguno estudiaba. Yo empezaba a ser una señorita, tenía unos nueve años, y todos hablaban del peligro que corría. Un año después, una vecina nos vio tan mal que nos regaló los pasajes de regreso.

En la terminal, mi papito y mi mamita nos estaban esperando. Ni nos reconocieron. Estábamos flaquitos, llenos de piojos y de polvo, parecíamos gitanos. Mamita lloraba y lloraba mientras nos bañaba y nos organizaba. Como papá seguía sin aparecer, mamá empezó a trabajar en casas de familia y nos instalamos en una pieza de la casa de los abuelos. Nosotros regresamos al colegio, pero yo era muy plaga y me escapaba con las amigas; me fui haciendo más y más rebelde, como cualquier adolescente, aunque también muy respetuosa de las reglas de mis abuelos. Perdí tres veces sexto, me salí de estudiar y conseguí trabajo en una fábrica de empaques. Ahí empezó mi calvario. 

A mi mamá no le importó. Nosotras nunca tuvimos una buena comunicación. Cuando tenía trece o catorce años, yo pensaba que era por la adolescencia, pero no, es algo más profundo. Dicen que las mamás siempre acogen al hijo más perdido, a la oveja negra, pero conmigo no fue así. Por esa época tuve mi primer novio, un amor chiquito, inocente, pero medio prohibido. El muchacho, como tantos de mi generación, pertenecía a un combo, y era un problema vernos porque mi papito quería educarnos a la antigua, con visitas en la sala de la casa. Las cosas estaban tan difíciles en Medellín que a un tío le pegaron varios tiros, nos tuvimos que ir a vivir a otro barrio y terminé el noviazgo con el muchacho.

Yo seguí con mi rebeldía. El mismo día de mis quince años mi mamá me pegó por el ruedo de un vestido. Mi papá apareció un par de meses antes de que lo mataran, le rogó a mi mamá que volviéramos a ser una familia, pero ella no quiso.  Ninguno de nosotros quería: él dejó unos niños y encontró unos hombres. Mis abuelos regresaron a su casa y yo me fui con ellos; mi mamá, en cambio, se quedó en la nueva casa con mis hermanos.

A Alex*, mi primer novio en serio, lo conocí por un amigo, que ya también mataron, cuando yo tenía diecisiete años. Me enamoré en serio. Él era apenas un año mayor y éramos dos jovencitos que se decían cosas lindas, que salían a comer y se querían. Sin embargo, el pelado cayó a la cárcel por homicidio y le metieron 48 años. A mí me parecía todo tan normal que no me importó, yo estaba metida en la película de amor romántico que no abandona, que perdona, que puede superar cualquier obstáculo. Iba a visitarlo cada vez que podía, hasta que mis abuelitos se enteraron y mi abuelita me pidió que me fuera de la casa.

Empaqué mis cosas en una caja de cartón y salí a la calle a las siete de la noche a llamar a mi mamá. Me dijo que yo ya estaba grandecita y podía resolver mi vida. Entonces cogí el metro y llegué sola al centro; yo, que solo sabía de la vida del barrio, que jamás había pisado esas calles. Llamé a la mamá del muchacho, a mi suegra, y le dije que estaba debajo de una estación y que no tenía adonde ir.

Esa señora fue un ángel conmigo y me recibió en su casa, pero yo me mantenía desesperada, sin trabajo, arrimada y sola. Vivía nada más para esperar las visitas de los domingos. A veces cuidaba los hijos de Paola, una vecina que me llamaba la atención por sus vestidos cortos y brillantes y su maquillaje exagerado. Una madrugada, Paola me dijo: Helena, usted tan bonita, ¿por qué no trabaja conmigo? Yo me resolví y le pregunté qué hacía y me contó.

La primera noche que me acosté con un hombre por plata lloré. Fue como conocer el mismísimo infierno; hasta ese día tuve juventud. Paola me soltó cuando llegamos al negocio, como si yo no existiera, y una muchacha me dio una paliza por quitarme unos zapatos. Salí destrozada, con el alma en pedazos. Empecé a ganar buena plata porque trabajaba mucho: de dos de la tarde a dos de la mañana. El novio mío se terminó enterando y aunque al principio hizo escándalo, tampoco le chocaba la plata que le daba. Uno enamorado es muy bobo. Yo le llevaba comida, le compraba ropa, y hasta le dejaba 60 mil pesos para que pasara cada semana. Él renegaba, pero recibía.

Visité a mis abuelos luego de algunos meses de no verlos. Me cepillé el pelo, me maquillé muy bonita, pero en los ojos se me notaba el desastre. Las mujeres que trabajamos como prostitutas por necesidad estamos rotas, consumidas y hundidas en vicios. Alcancé a inventarles que tenía un novio extranjero, que era muy feliz, pero después le llegaron los chismes a mi abuelita. Mis tíos me cuentan que ella lloró mucho aunque nunca nos dijimos nada. Yo no hubiera querido que ella sufriera. Nadie tiene la culpa del destino que uno elige, y hay que pagar un precio por cada decisión, pero yo tampoco quería el mío.

Me aficioné al licor. Los administradores de los bares me escondían las botellas porque me iba a matar de una intoxicación; menos mal no caí en ninguna droga. Cada domingo llegaba borracha donde Alex y a veces lo encontraba con otras mujeres. Lo abandonaba, me dedicaba a beber día y noche, lo buscaba, volvíamos, discutíamos y terminábamos. Me sentía sola, desilusionada, sin familia, y un día traté de quitarme la vida. Al otro día, mientras una tía me hacía las curaciones, mi mamá me echaba de su casa. A Alex lo trasladaron a una cárcel en Barranquilla y hasta allá fui a despedirme definitivamente de él.

En la cárcel conocí a Sandra, una muchacha que tenía a un novio preso en el mismo patio y trabajaba en lo mismo que yo. Nos hicimos buenas amigas y ella me ofreció posada cuando me fui de la casa de la mamá de Alex. No vivimos mucho tiempo juntas, porque Hernán salió de la cárcel y ellos se fueron a vivir juntos. Intenté vivir otra vez con mis abuelos, pero me sentía muy incómoda y me daba pena de que me vieran borracha a todas horas. Empecé a vivir en hoteles.

Para celebrar su nueva vida, Sandra me invitó a una fiesta en su casa y esa noche conocí a Cristian, un hermano de Hernán. Empezamos a salir: a los dos nos gustaba beber y bailar salsa brava y vieja. Lo único maluco es que a él le gustaba la marihuana y el perico y no solo metía sino que vendía. Pero yo, que ya había visto tantas cosas, no le paraba bolas a eso, incluso le ayudaba a llevar a otros pueblos y al mes de estar vendiendo nos cogieron. Él pagó casi dos años de cárcel y yo tres de domiciliaria. Los primeros meses de encierro me enteré de que estaba embarazada, pero el niño murió adentro mío.

Cuando Cristian salió nos fuimos a vivir juntos. Hicimos un combo chévere con Sandra y Hernán: salíamos de paseo y organizábamos grandes fiestas familiares donde bebíamos y nos queríamos. Cristian empezó a trabajar en una cigarrería y me pidió que dejara los bares. Después de dos años de noviazgo, quedé embarazada de mi hijo mayor. 

Abandonamos los hoteles y conseguimos las primeras cosas de la casa y del bebé. Cuando estábamos en las fiestas parecíamos una pareja entusiasmada ante el futuro, pero los problemas aparecían al otro día, cada vez que venían los bajonazos, después de beber o de los efectos del perico. Si en la primera pelea lo hubiera dejado esto no estaría ocurriendo, pero yo soñaba con volver a tener una familia. Esta vez mi familia.

No recuerdo la primera agresión, pero antes de tener a Pablo ya me pegaba. Esas veces yo buscaba a Hernán, que era como un papá para nosotros, y él subía y le alegaba que si no era capaz de vivir conmigo me dejara y respondiera por el bebé. Cuando el niño tenía dos años, Cristian me pegó con una tabla y me rajó la cabeza. Fue la primera vez que fui a dar el hospital porque él mismo me llevó muerto del susto. Me tuvieron que poner cinco puntos. Los médicos no me creyeron cuando les dije que me había resbalado y llamaron a la policía, pero yo seguí firme con mi versión. Aunque el barrio entero se enteraba de las peleas, yo bregaba a ocultarlas; cuando me preguntaban qué pasaba en la casa, yo, toda moreteada, decía que estábamos viendo películas de terror.  

Entonces la vida nos dio un golpe más: Hernán se mató en un accidente, y yo sentí como nunca antes miedo. Cristian y yo empezamos a beber como vacas desatadas, supongo que él para aliviar el dolor de perder a su hermano y yo para no pensar en lo que se nos venía. No nos importaba nada. Pablo creció viéndonos así: desbocados, atravesados, peleados. A veces veía que el papá me pegaba, y empezaba a reírse escandalosamente y a correr por la casa. Mucho tiempo después la psicóloga me explicó que esa era su forma de expresar el miedo que sentía. Pobre de mi niño.

En ese tiempo, a Cristian le llegó una audiencia pendiente por un hurto y volvió a la cárcel; allá, en Bellavista, quedé embarazada de nuestro segundo hijo. Sola, con un bebé en brazos y embarazada, tuve que vender nuestras pocas cosas porque no teníamos dinero. Viví mucho tiempo de la caridad de una tía que me recibió en su casa, de los pasajes que me regalaba mi abuela y de lo poquito que ganaba trabajando en casas de familia o cortando y puliendo telas; incluso algunas noches, desesperada, regresé a los bares. Miro hacia atrás y fui muy valiente, no sé cómo hice, pero sobrevivimos. Cristian conoció al niño cuando tenía nueves meses, después de pasar los últimos meses de su condena fuera de la ciudad. Apenas salió me dijo que no quería nada más conmigo porque nunca lo había visitado. ¿Cómo iba a visitarlo si no tenía ni comida para darles a mis hijos? Yo le dije que estaba bien y nos separamos un par de meses.

Pero nos seguíamos viendo, porque él decía que yo era de su propiedad. Nos volvimos a organizar y regresamos a la vida de infierno que conocíamos. Yo tenía miedo de verme sola, sin trabajo y de volver a los bares. Íbamos y veníamos. Alegábamos diario: yo le reclamaba que siguiera bebiendo y drogándose como si no fuéramos papás de dos niños ya. Sus palizas, en respuesta a mis palabras, me volvían nada. Un día me dejó privada y cuando desperté los niños estaban encima moviéndome. Y no solo eran los golpes. Me decía que era fea, que estaba vieja y nadie me iba a voltear a ver. También me decía que me iba a matar, que yo era su inodoro y que él me podía usar como quería. Decía que había brujas que le estaban haciendo daño. En esas peleas, sin quererlo y sin planearlo, tuvimos al tercer niño. Ahí empeoró todo. Ya nunca hubo un día feliz en mi casa. Me pegaba todo el tiempo. Mi mamá tenía ir a la casa y llevarse a los niños. Yo llamaba una y otra vez a la policía, pero ellos no hacían nada, incluso una vez me pusieron un comparendo por el escándalo. Me tocaba resolver los problemas como podía: lo echaba y él volvía a los días.

Cuando el niño menor tenía dos años, Alex me llamó desde la cárcel. Fue una conversación tranquila entre amigos que se desatrazan después de años de no saber nada del otro. Me preguntó por mis hijos, me contó que había salido y había vuelto a la cárcel y recordamos las peleas de cuando éramos novios. A mí todo me sonaba lejano. Fue tanta mi inocencia que le conté a Cristian. Desde ese día, cada vez que me pegaba, les gritaba a los niños que la mamá les iba a poner a un padrastro asesino, que la mamá era una puta y los iba abandonar.

No resistí más y un día, hace un año exactamente, lo dejé. Quiero creer que esta vez la separación es definitiva. Me fui a vivir con mi mamá, porque no tengo trabajo fijo. Ella me cuida los niños, y yo se lo agradezco, es una gran abuela, pero qué pesar: ella es una herida muy grande mía, solo me recuerda cosas malas. Yo hubiera querido una mamá que me abrazara y me dijera: yo estoy aquí. Y ella nunca fue esa mamá. No sé si algún día sane ese resentimiento.  

Me gustaría conseguir un empleo en confección o aprender de decoración de fiestas. Yo he sido una dura para trabajar, una guerrera; no me ha faltado sino cargar ladrillos. Sueño con terminar el bachillerato, tener una casa propia y ver a mis hijos formando sus familias. Mi felicidad ahora no sería el trago ni la fiesta sino acostarme a las nueve de la noche, levantarme a las cuatro a trabajar, llevar a los niños al colegio, recibir un sueldo cada mes y gastármelo con ellos.

Algún día, cuando mis niños sean hombres hechos y derechos, les voy a contar mi historia. Ahora no. Pablo está en la adolescencia y me trata muy mal. El papá le metió en la cabeza que yo me voy a ir con un sicario y el niño me odia. Yo le digo: Pablo, así usted sea grosero, me diga palabras feas, yo nunca lo voy a sacar a la calle, primero me voy a rodar yo.

Anoche lloré mucho, pero yo tengo una mente tan resistente, tan fuerte, que hoy estoy de pie. Quisiera volverme a enamorar, porque me gusta esa sensación, pero de un muchacho bueno. También quisiera tener una vejez pinchada, vanidosa; volverme a amar. Son tantas cosas las que me mantienen de pie que yo no sé qué esperar de la vida. Ojalá sea felicidad. Mientras tanto, respiro libertad.

*Los nombres de los involucrados en esta historia fueron cambiados por petición de la fuente.



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