No importa el sol pegajoso ni la lluvia estrepitosa. Tinterillos, fotógrafos, buhoneros, lustrabotas, tinteras y prostitutas permanecen
firmes esperando el milagro de la transacción. Resisten jornadas de hasta doce
horas, brincan de un lado a otro, llevan y traen clientes, devueltas y chismes,
improvisan y luego repiten retahílas y chiflidos. Muchos llegaron de pueblos
antioqueños, venezolanos o costeños. Aprendieron oficios de la mano de un
familiar, un amigo, un buen cristiano o nada más echando ojo y lengua. Tienen
su propia cadena de favores, pagos y no. Agradecen el gesto de la anciana que
lanza bendiciones a su jornada, de la mujer que pasa pregonando los precios de
la quincalla o del culebrero que compra a diario vasos para repartir el
menjurje. Han sido expulsados de tantas calles, de tantos parques, de tantos
hogares. Otros son la última generación de oficios en decadencia. Todos le
deben algo a la calle, y la calle les quita tanto como les da.
Enciclopedias humanas
A la muchacha se le iluminaron los ojos como si hubiera encontrado una
aparición divina o un actor de televisión. Estiró los brazos y lanzó la
pregunta:
—¿Me permites una foto?
Al hombre —canoso, de gafas y dientes amarillos— la sorpresa lo levantó de
la silla rimax. Dijo que sí y la invitó a sentarse al frente de la máquina de
escribir.
—No, pero contigo —reclamó ella—; ustedes son seres de inspiración. Esto no
se ve en Bogotá.
—¿Cómo que no? En Bogotá hay más tinterillos que acá —intentó a explicarle el
viejo—. Nosotros hacemos toda clase de asesorías comerciales y contratos de
arrendamiento. Antes hacíamos cartas de amor —cambió el tono y le guiñó un ojo—
pero a las muchachas ya no les gustan.
La pelada sonrió. Ensayaron posiciones para la foto. Ella se sentó en la
silla y puso los dedos como ganzúas al frente del teclado.
—Haga como si estuviera escribiendo —dijo él.
—Uno, dos y…
La fotografía estuvo lista, y los turistas rolos se despidieron de mano.
A las nueve de la mañana, Jhon Mario regresó a la silla y pidió la primera
cerveza del día. Cuando tenía catorce años, un padrino lo llevó a trabajar como
recadero de los picapleitos que ocupaban la calle del entonces Palacio Nacional,
entre Ayacucho y Carabobo. Un año más tarde consiguió su propia máquina de
escribir. Estudió un par de semestres Filología y Letras, completó una técnica
en contabilidad, quiso ser seminarista, pagó servicio militar, incluso fue sindicalista,
pero una y otra vez regresó a las calles a resolver urgencias burocráticas con
una vieja Remington. A finales de los noventa, los tinterillos del centro de
Medellín eran veintidós. En enero de 1996, llegaron a Calibío. Hoy no quedan más
que once.
Antes de mediodía, Jhon Mario sacó el primer aguardiente de medio litro que
guarda en su cajón. En esas, hubo una minúscula ola de clientes. Un muchacho pidió una carta para entregar
una vivienda. Otra mujer pagó veinte mil por una compraventa. Le explicó a una
pareja de novios que un documento hecho por él, en el que cada uno renunciara a
los bienes del otro, no servía de nada.
A las dos y media de la tarde, los tragos le embolataban las palabras,
pero no la puntuación de las cartas y compraventas. Mencionó los libros de
pistoleros que lo hicieron amanecer en vela; los de García Márquez y Julio
Verne con los que imaginó mundos; las escenas eróticas de Irving Wallace.
Recordó sus tropeles juveniles en Itagüí y la época, principios de los ochenta,
en la que montó un sindicato de tinterillos. “Ya esta profesión no es rentable para
heredar”, dijo. “La máquina es un instrumento para propagar, escribir, idear, y
esas cosas no se usan”.
Por Calibío pasaban vendedores de medias, Sim Cards
para celulares, jugos de borojó. “No dejo esta calle porque con esta máquina me
gano la sopa y los aguardientes. Y con qué enamorar dos veces al mes.
Económicamente, no aguanta para más. Físicamente, yo tampoco”.
Al final de la tarde, hizo una defensa personal. “Tinterillo”, dijo. “Abogado
sin título. Palabra castiza. Aquí lo mismo nos avergonzamos de las palabras
como de las prostitutas”.
Magic city
Puso el tarro de plástico en el piso y chocó los puños con un
mercachifle de gafas que cruzó por su lado, a pocos metros del Palacio. Llevaba
una camisa verde esmeralda, pantalones negros de botas anchas, un corbatín
rojo, zapatos amarillos y una cabeza de ratón con orejas inmensas en la cabeza.
Tres mujercitas, menores de siete años, corrieron desde las escalas del metro
como si visitaran Disney Word por primera vez. Atrás la madre, ocupada con
carpetas y bolsas, buscaba monedas y sacaba el celular. Las niñas aguardaron la
presencia de la madre, tiraron las monedas en el tarro y se lanzaron a los
brazos de la botarga con fuerza. Una, dos, tres fotografías al hilo. Mickey
Mouse no negó saludo esa mañana. Recibió abrazos tímidos de preadolescentes que
pronto odiarán la vida, saludos de oficinistas apurados, malas caras de mamás
desplatadas y desalmadas, mofas de adolescentes, también monedas que un par de
vagabundos sacaron de un costal. Hasta el más llevado sonrió.
Armando Ollas
Los pelados, empleados de locales religiosos y de electrodomésticos,
desocupaban latas de cerveza mecánicamente. Era lunes, tres de la tarde, pero la
bebida tenía un propósito noble. “Hoy sí te montamos en latas, ¿no?”, dijo alguno
y tiró el envase en una bolsa negra a sus pies.
Al costado de La Veracruz, por Boyacá, Armando “Ollas” —nombre artístico; flaco,
ojos pequeñitos y rasgados, motilado militar— parecía ajeno al movimiento. Llevaba
entre sus manos media vida: una remachadora con la que corta, lima, engrana
hasta convertir latas de cerveza en ollas atómicas miniatura. Aprendió a hacer
las ollas en una cárcel ecuatoriana. La historia es la misma de muchos nacidos
en los Llanos colombianos. Primero fue soldado y gustó de la milicia. Cuando le
dieron de baja, un coronel lo llevó a una cuadrilla paramilitar donde pagaban
la misma plata. Después de años metido en el monte, escuchó que estaba escaso
el armamento. Se fue a vivir a Guayaquil, Ecuador, y empezó a mandar armas a su
país. Fue capturado.
—A dos mil, a dos mil, la ollita que quiera. Grande o mediana. La idea mía
es: no me den el pescado, enséñenme a pescar —les decía a los transeúntes que
se detenían.
Los presos colombianos no tenían permiso para asistir a los talleres de la
Penitenciaría del Litoral. Armando cavaba huecos, escalaba paredes y se
infiltraba en los talleres con tal de conseguir materiales para hacer las
artesanías y venderlas en los días de visita. Nunca pensó en fugarse aunque una
lata de cerveza despicada pueda cortar un barrote en tres años. Y la condena
suya en Colombia, después de que fue declarado inocente en Ecuador, eran 38.
Hace ocho meses salió, después de 23 años de encierro, cientos de días de
trabajo y gracias a la visita del Papa Francisco. Salió un día a las siete de
la noche, y llegó a Medellín, la tierra del fríjol. Hace ollas express, chocolateras, arroceras,
licuadoras; también talla madera, teje manillas y pinta casas. Al extranjero y
al abandonado a su suerte, le enseña a hacer ollas. “Pero como me ven mal
vestido, las personas me dicen: huy, no, yo qué voy a aprender de usté”. Paga
cincuenta pesos por cada lata que sus hermanos viciosos, como los llama, le
llevan.
—Pa, mirá, yo quiero esa Pilsen —dijo una jovencita de unos veinte
años.
—Se abre lo mismo que la olla express
original —atendió Armando—. Le echamos la azúcar, la sal, la pimienta, los
aliños, y la tapamos. ¿Cuánto vale? Dos mil pesitos nada más. Un detalle bien
hermoso para la mamá, la novia, la hermana, la tía, la sobrina, la cuñada, la
esposa y la hija.
—Lo felicito, hermano, qué buen talento —dijo el hombre y compró dos
ollitas.
—Gracias, pa, por apoyar el arte. A mí me da pena, uno bien alentado y que
le regalen a uno la plata; no, toca hacer algo.
Aunque los hombres lo felicitan, las mujeres son las que más compran.
Armando tiene una teoría: “A las mujeres de chiquitas les regalan ollas. Llegan
a grandes y cambian las ollas por la cerveza. Les mezclamos las ollas y las
cervezas y eso es un boom…”. Los pelados
que le tiran latas lo empezaron a molestar por la muchacha cristiana, casada,
que todos los días le lleva el almuerzo. Armando cree que es por la barba, y
porque ahora es un ser espiritual. Está convencido de que los viciosos son el
pueblo de Dios.
Antes de las cinco de la tarde, recibió la orden de un par de policías
bachilleres de recoger las ollas y desocupar la calle.
—Señor agente, usted me disculpa, pero yo no me voy a quitar —respondió con
paciencia—. A mí me han aplastado las ollas más de seis veces, me han quitado
la herramienta, ya dijeron que estaba loco y me dejaron acá. Si usted gusta, puede
recoger las cositas y llevárselas. Yo anteriormente mataba policías, si usted
quiere caer más bajo, hágale, pégueme también. Yo no me voy a mover. Yo no
tengo cédula. No tengo trabajo. Mi trabajo son estas ollas. A mí me disculpa,
pero si yo no trabajo no como.
Los policías, desconcertados, dieron media vuelta.
El machete
Después de mediodía, Amanda cruzó la plaza como cualquier turista. Llevaba
una bolsa blanca en la mano con varios paquetes de llaveros. Fotógrafos y
sombrereros la saludaron. Fue una de las primeras en tener permiso de vender llaveros
y réplicas de las esculturas de Botero, antes de las remodelaciones y las
prohibiciones. Cada tanto, como un agente con una misión especial, se pasea por
la plaza. Apenas atisba un grupo de turistas, ofrece pasitico: siete llaveros
de Botero por diez mil. Esa tarde vendió cuatro paquetes luego de días en cero.
“Un fotógrafo me dijo: ‘¿Sabe por qué vende, doña Amanda? Porque le sabe llegar
al cliente con una sonrisa’, y con los dientes bien malos, oiga”. Amanda vende
las réplicas con el color más bonito de la plazoleta sobre una calle
destrozada, atiborrada de tráfico, por la que ningún turista pasa. Las pinta un
hijo suyo. A veces se pregunta por qué Fernando Botero, el artista, hizo tan
pequeñitos los brazos del Hombre vestido.
Tácticas de seducción
A las cinco y media de la tarde, del último sábado de noviembre,
hombres, mujeres y niños descargaban bultos, canastas de pantalones, camisas,
camisetas, tenis y, especialmente, conjuntos de ropa femenina —camisetica y
minifalda— que parecen estar de moda. Otros llevaban carretas, tablas y mesas
que distribuyeron por los bajos de la estación del metro.
Veinte minutos más tarde, se escuchó el primer alarido: “A
veiiinticiiincooo”, gritó una matrona, de unos cuarenta años, encaramada en una
mesa en unas chanclas de tacón. “A veintiiiciiiinco. Jeanes, blusas. A
veiiinticinco”. De la esquina contraria, un veinteañero respondió: “Se adelantó
la navidad. Tenis, tenis, son tenis. Aproveche que llegaron los de remate”. Al lado,
otro muchacho se desgañitaba: “Oe, oe, oe. Velos, miralos, tenis a treinta, a
treinta… Velos, mira, miraaaaa. Solo de marca, solo de mooooda…”. Y una mujer aplaudía
y mostraba un par de zapatos: “Veinte, veinte, veinte”. Ofrecían cuatro pares
de medias a cinco mil, camisetas a diez mil, tenis a veinte mil y treinta mil.
La clave estaba en el grito, en el gesto, en el chiflido, en la inflexión que hiciera
voltear el rostro del cliente. “Histeriaaaa, histeriaaaaaa, Medellín. Este es
mi pueblo”, vociferó un sesentón al tiempo que saltó y sacudió una chompa.
Agazapada en una esquina, Alejandra esperaba. Antes de las ocho de la
noche, los vendedores tiran camisas, calzones, brasieres, unos ajados otros
casi nuevos, en exceso tocados o pasados de moda. Ella recoge lo que puede y lo
lava con jabón Rey en alguna residencia. Lava y lava toda la noche y al día
siguiente cambalachea.
*Artículo para la residencia de Universo Centro y Museo de Antioquia.
*Artículo para la residencia de Universo Centro y Museo de Antioquia.
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