domingo, 12 de mayo de 2013

Cinco minutos con Fernando Vallejo

Un fragmento de Fernando Vallejo fue mío una noche de finales de noviembre. Por una hora. A las siete en punto llegué al Café Vallejo. Por tercera vez. La primera había encontrado a Aníbal –alto, elegante, muy parecido a su hermano, pero más joven–. La segunda había buscado al mismísimo Fernando. La tercera debía encontrarlo. Estaba además segura de que no me recordaría, no recordaría los cinco minutos prometidos, sería preciso volver a empezar y esa era la última noche de 2012 que él pasaría en Medellín. Era ahí o no sería. 

Días antes, tres exactamente, habíamos sostenido un primer diálogo:

– ¿Fernando Vallejo tiene tiempo para una historia larga?
–No –esbozó una sonrisa inocente, de niño–. Imposible. A esta edad no me queda tiempo para historias. Menos si son largas.
– ¿Diez minutos?
–Cinco.

Acepté volver tres días después. Digamos que un lunes. Sin inconvenientes. Fernando viene unas tres veces al año a Medellín y antes de que comience a llegar el público al Café, o sea antes de las cuatro de la tarde, toca el piano. No le gusta hacerlo cuando hay gente: no le gusta demostrar sus destrezas, nunca le gustó ser figura. Ni le gusta ni le importa nada.

Pero esta vez no estaba. Había salido con dos hermanos –Aníbal y Carlos, el alcalde– a caminar por los alrededores, en el barrio Laureles. Antes de que alcanzara a hacer mi siguiente conjetura, o a imaginarme su fuga de la conversación prometida, apareció. Apareció como un fantasma al que nadie más volteó a ver, solo yo. Con sus canas, con alguna sonrisa, con su corta vista buscando a alguien. Apareció, me recordó y recordó los cinco minutos. Alistó una mesa aparte, esperó con paciencia que pasara mis cosas e insistió en la siguiente parte del trato: ni grabadoras ni apuntes. 

Al comienzo de esta investigación había pensado que no sería necesario entrevistarlo. Que sus libros, entrevistas, conferencias, artículos lo decían todo. Por lo menos todo lo que quería decir, lo que siempre quiso decir. Y hasta cierto punto fue verdad. Pero en cierto punto no, porque la entrevista sirvió para saberlo ver. Para lograrlo ver en una mejor versión.

Empezamos a hablar. De muchos temas, de los de siempre. Empezamos en presente. 

Empezamos por su muerte, no muy clara aún, hace veinte años. En la Rambla paralela. Volvimos a la frase del Fuego secreto porque la vida cuando se empieza a poner sobre el papel se hace novela. Su vida, sus personajes, están en sus libros. Están con ese viejo loco. Es su verdad, más o menos: está la esencia, el papel le pone otras ciertas cosas. Le cuento de un artículo en el que no hablan muy bien de ese libro, y él me responde que es quizás uno de los mejores por el ritmo, la sintaxis, el manejo del lenguaje. Estoy de acuerdo: ese libro tiene fuego, tiene la cadencia de la juventud.   

Por esta razón hablamos de los tratados que se han hecho sobre su literatura. Unos cuatro ha leído él. Para Fernando son muy difíciles esos análisis porque no se trata de llenar hojas y hojas con llamados a pie de página, sino de decir lo que una lectura genera en el lector. Se trata de ver una obra, un autor, y saberlos contar. 

Seguimos conversando de la Medellín que encuentra cada vez que viene, la Medellín con nuevos y más edificios, la cultura paisa con su alma de comerciante. En la que no hay respeto por la vida: “Antes al menos estaba la familia, no era la mejor de las instituciones, pero unía. Ya no hay nada”. Hablamos de Colombia, su actuación miserable en los años de sus películas y primeros libros. Ataques fueron y vinieron. Pero siempre contó con el amor de su padre, un hombre honorable, muy culto, que antes de morir fue su primer lector. Fernando le enviaba fragmentos de sus novelas, de a poquito, unas 15 páginas a medida que iba avanzando, y Papi leía y corregía datos históricos si era el caso. Nunca juzgó, siempre permitió.

Su mamá también leía los fragmentos. 

No recuerda el libro en el que afirma que El Río del tiempo debió llamarse la Derrota. Yo sí, le insisto que en Entre fantasmas, pero hace mucho que lo escribió y ya no hay memoria. Dice que lo que sí quiso fue hacer una película con ese título. Le pregunto si todo ha sido una derrota y él responde que no: “Soy un tipo muy solidario conmigo mismo”. 

Me cuenta que volverá a México a escribir otro último libro: “Mañana mismo empiezo”. No me cuenta sobre qué, se niega, dice que es enredado. Lo que sí es que espera escribirlo en un mes y medio como Mi hermano el alcalde. Por los periódicos me entero que hace poco ha dicho algo sobre un posible título: El Desastre. No insisto en saber sobre qué. 

El ritmo de la conversación es algo frenético. En cualquier momento pueden acabarse sus cinco minutos. Le pregunto por qué si no existe el amor, solo los momentos de amor, tantos de sus libros van para un mismo David Antón. Qué significa ese hombre en su vida. Sonríe:  

–David Antón es lo más importante de mi vida. Quise mucho a mi abuelita Raquel, pero David, mi compañero, me ha acompañado los últimos cuarenta años de vida.     

Cada tanto busca a Carlos, el alcalde, su hermano. Me lo presenta con entusiasmo, asimismo: “Él es Carlos, el alcalde”. Lo busca para saber quién lo llevará en la mañana al aeropuerto. En un descuido Carlos se va y no volvemos a saber de él. Porque entonces las circunstancias en el Café cambian el ritmo de la conversación, los temas, y aparece otro Fernando más entusiasta.  

De pronto, mientras hablamos sobre el documental de Luis Ospina, un silencio aterra el bar. No es precisamente la falta de palabras, es alguien que toca el piano. Fernando se apura a saber qué obra es, cree reconocerla y le pide a Nora –su cuñada, esposa de Aníbal–, que lo confirme. Nora habla con Natalia y Fernando acierta: “Balada para piano número 4” de Chopin. No dice nada más, mueve levemente los dedos, y sonríe. Sonríe como uno nunca imaginaría que podría sonreír Fernando Vallejo: sincero, feliz, sorprendido, encantado.

Todo el Café observa, escucha, disfruta. Nada se mueve. Al final de la obra aplaudimos. El primero de esos aplausos viene de Fernando, animado, extrañado por la brillante interpretación. Eso repite una y otra vez. Para Fernando todo Chopin es bueno. No soporta, por ejemplo, a los chinos y sus muecas en el piano. No las concibe cuando tocar el piano debe ser de lo más sencillo y sutil. Por supuesto que algunas muecas sirven para memorizas, esas se permiten, pero el abuso de ellas para llamar la atención no tiene presentación. Entonces se me ocurre que lo mismo sucede con las repeticiones en sus libros, sirven para memorizar, para llevar el ritmo. Nunca para llamar la atención. Porque a él no le interesa nada de eso. Nunca. 

–José Barros, Pachón Galán: esa sí es la música colombiana. No esos pasillos y bambucos fáciles con su tónica, dominante, tónica. En la montaña somos negados y malos para la música, en la costa sí supieron hacer sus porros. “Boquita salada” es la mejor cumbia que dio este país. 

E insiste con la sencillez. Por eso son mejores los sonetos.
E insiste en su amor por los boleros y los porros.

Fernando con la música vio que no era bueno. No como él quería. No podía componer. Mientras estudiaba en Bogotá veía que los profesores no sabían nada y que él no podría ir más allá. Lo que sí ocurrió con la escritura. El cine fue otra historia, un lenguaje menor. 

Hablamos un poco más, el chico del piano que no debe haber dormido aquella noche nos acompaña. Aporta y cuenta su historia, es cucuteño y comenzó a tocar el piano a los 18 años. Eso es bastante extraño, la historia con la música para que vaya bien debe empezar en la niñez. Fernando lo felicita y anima para el recital que está próximo a presentar.

Llega el final de la hora, lo noto cansado, noto que cada vez me escucha menos, y le pregunto qué siente que ha logrado como escritor. Entonces repite:

–No me considero escritor. Por lo menos no únicamente escritor, soy más cosas. Me parece muy poco ser una sola cosa. No me interesa, no me interesa, no me interesa. 

   

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