Fui niña hace unos quince años, dicen que las grandes pasiones de la vida
nacen en la infancia. Por aquella época solo rendía culto a un dios, mi padre.
Siempre he pensado que nunca se vuelve a querer tan sinceramente como a los
cinco años. El caso fue que a esa edad solo vivía para dos cosas: amar a mi
padre y escuchar partidos de fútbol del Deportivo Independiente Medellín a su
lado. La mayoría de veces el equipo perdía y mi padre se ponía de mal genio el
resto de la tarde, por lo que poquito a poquito debí aprender el valor del
silencio. Las pocas veces que ganaba valían por todas las demás: había helado y
sonrisas y significaron mi primer reconocimiento de la felicidad. Es decir, las
primeras lecciones de la vida me las dio el fútbol: la vida consta de momentos,
el amor y la felicidad son solo eso. Fui adolescente hace unos seis años. La
adolescencia es el tiempo para desdeñar lo poco que hemos logrado ser, pero
también para lograr independencia de amores. En esa etapa descubrí que lo que
más me gustaba del fútbol no era el juego como tal, sino la posibilidad –las
miles de posibilidades– de contarlo. Más allá de verlo, quería hablar de él y
eso me llevó a estudiar Comunicación Social-Periodismo en la Seccional de
Oriente de la Universidad de Antioquia. Ahora tengo 21 años, veo muy pocos
partidos de fútbol aunque siempre tengo el corazón al límite por el Dim.
Estudio el último semestre de una carrera esquizofrénica en la que un día te
enseñan a ser comunicador y al otro periodista. Veo menos partidos no porque
odie las masas o algo de ese estilo, sino porque leo más y descubrí la pasión
por la escritura. Me llamo Eliana María Castro Gaviria -sí, con ese María que
se agrega siempre que no hay más- pero estuve a punto de llamarme Ponciano
Castro de ser hombre. Así como el gran jugador del Dim. Una buena razón para
decir que me gusta ser mujer. Soy tímida, por lo tanto obsesiva: me gusta la
gente, no la humanidad. Y no es más.
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